Esperando a los bárbaros
mundo obreroEn las próximas elecciones nos jugamos la existencia misma de la izquierda marxista en España.
Todas las glorietas conducen al centro a través de discursos complementarios, cuando no iguales, que certifican que del centro simple hemos pasado a un tetrapartidismo-centralidad o, si se quiere decir de otra manera, a un centro duplicado, una especie de bi-bipartidismo. Es el símbolo de la nueva respetabilidad, de la estabilidad, del realismo. Todo el que no esté en ese espacio estará descentrado, será excéntrico, será un radical.
Frente al tetrapartido-centralidad solo queda un proyecto, el que representa Alberto Garzón y los candidatos de la Unidad Popular.
Y la cosa es seria, no creamos. Da la impresión de que los cuatro partidos a los que nos referimos aceptan esa restauración preventiva que se ve venir, y podrían pactar entre ellos, a través de variantes combinatorias, la organización del próximo futuro. Al mismo tiempo, y por eso es grave la cosa, se trata de un centro ampliado donde no cabe la izquierda transformadora. Todo apunta a que en las próximas elecciones no solo nos jugamos quién organiza los próximos 30 años, sino la existencia misma de la izquierda marxista en España.
En el famoso debate-tertulia, organizado por Jordi Évole en la mesa redonda de un bar barcelonés de barrio, cruzados ya una serie de argumentos, Pablo Iglesias mete un inciso ante las palabras de Albert Rivera: Si seguimos así a nadie podría extrañar que nos presentáramos juntos a las elecciones. Es la solidaridad del bipartidismo nuevo. Como si hubiera que elegir entre el bipartidismo viejo y el nuevo. Aunque es verdad que las cosas se van a agriar a lo largo de la campaña, por motivos de diferenciación gestual, aprogramática; pero el tema de fondo está ahí: hagamos unos programas humeantes, parecen decirse, que no cierren ninguna puerta el 21D a la hora de formar yuntas de gobierno. Y de hecho no toca ninguno de ellos, sino para quejarse en abstracto, o para esgrimir, en otros casos, el papanatismo europeísta, la línea divisoria de fondo entre el viejo país, sin soberanía, y la construcción de un nuevo país con capacidad para determinar su futuro: el euro, la UE, el BCE, el dogal de la deuda.
En ese barrio donde está enclavado el bar de marras, en las municipales había ganado Ada Colau y en las autonómicas había vencido Albert Rivera. Un símbolo más, y así se expresa, de ese centro a cuatro que, no por moderno, no deja de consistir en el espacio intercambiable de un programa cuando más socialdemócrata, si es que llega. De un programa que, más que un cambio, representa un recambio.
Las candidaturas de Unidad Popular tienen ante sí la trabajosa misión de presentar un programa serio, transformador, no sobre las condiciones que marca el sistema, sino sobre la base de las condiciones que hay que crear desde la calle, desde la movilización, para que vea la luz el futuro en forma de un nuevo país. Para que vea la luz el futuro de una organización amplia, rojo y verde y violeta, el día D+1.
Frente al tetrapartido-centralidad solo queda un proyecto, el que representa Alberto Garzón y los candidatos de la Unidad Popular.
Y la cosa es seria, no creamos. Da la impresión de que los cuatro partidos a los que nos referimos aceptan esa restauración preventiva que se ve venir, y podrían pactar entre ellos, a través de variantes combinatorias, la organización del próximo futuro. Al mismo tiempo, y por eso es grave la cosa, se trata de un centro ampliado donde no cabe la izquierda transformadora. Todo apunta a que en las próximas elecciones no solo nos jugamos quién organiza los próximos 30 años, sino la existencia misma de la izquierda marxista en España.
En el famoso debate-tertulia, organizado por Jordi Évole en la mesa redonda de un bar barcelonés de barrio, cruzados ya una serie de argumentos, Pablo Iglesias mete un inciso ante las palabras de Albert Rivera: Si seguimos así a nadie podría extrañar que nos presentáramos juntos a las elecciones. Es la solidaridad del bipartidismo nuevo. Como si hubiera que elegir entre el bipartidismo viejo y el nuevo. Aunque es verdad que las cosas se van a agriar a lo largo de la campaña, por motivos de diferenciación gestual, aprogramática; pero el tema de fondo está ahí: hagamos unos programas humeantes, parecen decirse, que no cierren ninguna puerta el 21D a la hora de formar yuntas de gobierno. Y de hecho no toca ninguno de ellos, sino para quejarse en abstracto, o para esgrimir, en otros casos, el papanatismo europeísta, la línea divisoria de fondo entre el viejo país, sin soberanía, y la construcción de un nuevo país con capacidad para determinar su futuro: el euro, la UE, el BCE, el dogal de la deuda.
En ese barrio donde está enclavado el bar de marras, en las municipales había ganado Ada Colau y en las autonómicas había vencido Albert Rivera. Un símbolo más, y así se expresa, de ese centro a cuatro que, no por moderno, no deja de consistir en el espacio intercambiable de un programa cuando más socialdemócrata, si es que llega. De un programa que, más que un cambio, representa un recambio.
Las candidaturas de Unidad Popular tienen ante sí la trabajosa misión de presentar un programa serio, transformador, no sobre las condiciones que marca el sistema, sino sobre la base de las condiciones que hay que crear desde la calle, desde la movilización, para que vea la luz el futuro en forma de un nuevo país. Para que vea la luz el futuro de una organización amplia, rojo y verde y violeta, el día D+1.
Publicado en el Nº 290 de la edición impresa de Mundo Obrero noviembre 2015
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