La eterna lucha entre el bien y el mal ha sido un eje central en el devenir del ser humano. En los últimos dos siglos la tendencia ha girado en torno a la definición de ambas entidades, y ha llegado a asentarse en el mainstream occidental la idea de que, la mayoría de las veces, tanto el bien como el mal son definidos en su contexto, lo que desecha las concepciones absolutas. La primera mitad del siglo XX nos puso como baremo la guerra más terrible de la historia de la humanidad, con el bien encarnado en personas como Oskar Schindler o Ángel Sanz Briz y el mal representado por las chimeneas de Auschwitz-Birkenau.
Pero la Segunda Guerra Mundial fue una foto fija y no un fotograma. Con la Guerra Fría y los conflictos regionales e internos se volvieron a relativizar los conceptos, más aún tras la proliferación de conflictos de tercera generación a la caída del Muro de Berlín.
Atendamos ahora al conflicto entre israelíes y palestinos y a la figura de Samir Kuntar, abatido el pasado domingo en un ataque, supuestamente israelí, al edificio desde donde dirigía tropas de Hezbolá para “liberar los Altos del Golán” y reforzar a las tropas de Al Asad en su lucha contra el Ejército Libre de Siria –que, por cierto, ha reivindicado la autoría del aatque–, en el distrito de Jaramana, al sur de Damasco.
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