Dice un profesor amigo mío que uno de los grandes problemas de este país es que la Historia se enseña mal. Y tiene razón. A los jóvenes se les enfrenta, desde que empiezan su educación, a entender qué pasó en la prehistoria o en la Edad Media antes de contarles lo que sucede hoy, cuando debiera de ser al revés. La Historia tendría, según mi amigo, que empezar a enseñarse desde las noticias actuales y después remontarse atrás para así entender el origen de los conflictos. De esa manera no oiríamos lo de “eso es cosa del pasado”, frase tan habitual como estúpida, cuando uno intenta explicar por qué sucede lo que sucede. Por supuesto que es cosa del pasado, pero es que el pasado es también nuestro presente.
Desde que los Reyes Católicos, esos grandes genocidas, decidieron de común acuerdo con la banca alemana y el eterno Vaticano, aunar las riquezas que proporcionaba el grano de Castilla con el próspero comercio de Aragón y las fértiles vegas de Al-Andalus, en España estalló el asunto, nunca resuelto, de las nacionalidades. Tuvo que venir Pi y Margall a aclarar que el país solo conviviría en paz si se juntase alrededor de una República Federal. Pero ya se sabe lo que pasó. Golpe de Estado y de nuevo la caterva reclamó lo de la unidad patria, que viene a querer decir el control centralizado del poder. Luego vino la Segunda República y lo mismo. Cuarenta años de dictadura y expolio, no solo económico, sino también cultural, prohibiendo las diferentes lenguas y costumbres, acrecentaron el asunto del centralismo anulando a golpe de bofetadas las diferencias existentes entre los pueblos de la península.
Murió el Gran Sapo Iscariote y con su muerte – y la lucha de algunos que ahora parece que no existió – vino esta democracia. Para contentar a unos y a otros, se construyó el Estado de las Autonomías. Para unos fue un reconocimiento a su singularidad y para los otros, los de siempre, ésta quedaba descolorida entre la multitud de comunidades inventadas. La de la Rioja o Madrid, son claros ejemplos del despropósito, igual que la asunción del valenciano como lengua diferente al catalán.
Y así hemos llegado hasta nuestros días. Se desperdiciaron ocasiones de normalizar la convivencia al rechazar el llamado Plan Ibarretxe con respecto a Euskadi o el Estatut de Autonomía para Catalunya. Se impuso la táctica de dejar pasar el tiempo suponiendo que las aguas se calmarían, pero no ha sido así. Los insultos, boicots y menosprecios al sentimiento de los pueblos han hecho mella en éstos y ahora ya no quieren seguir con el juego.
Sorprende a algunos la unión de fuerzas de izquierda con la derecha nacionalista, pero hagamos pedagogía de nuevo. La derecha catalana, por más que sea derecha al fin y al cabo, cuando la Dictadura, recordemos que estaba perseguida por aquellos cuyos herederos integran el Partido Popular. Así que por más que en el pasado hayan pactado –y no pondría la mano en el fuego que no vuelva a pasar en el futuro, dado que la pela es la pela– pesa más el hartazgo de ver como la pandereta, los toros y las procesiones han vuelto a ocupar un lugar predominante en la dirección del Estado. La prohibición de usar las lenguas cooficiales en el Parlamento, o los debates televisivos en la cadena pública en la que se vierten todas las opiniones excepto la de los partidarios de la independencia, no ayudan mucho. Y que se persiga con más saña la convocatoria de un referéndum, que el despilfarro y el saqueo de lo público, tampoco.
Que hay una mayoría social que no quiere seguir con el rumbo que ha tomado el país, es evidente. En Catalunya, Euskadi o Galicia, por razones históricas, esa negativa tiene el apoyo de su particular nacionalidad. Negar el derecho a decidir sobre la autodeterminación no es sino echar más leña al fuego y sobre todo desviar los esfuerzos y la lucha del verdadero objetivo.
A mí que Catalunya, Euskadi, Andalucía o Murcia quieran separarse del Estado Español me da igual.
A mí lo que me importa es acabar con el capitalismo. En Catalunya, en Euskadi, en Andalucía, en Murcia y en el mundo entero.
Desde que los Reyes Católicos, esos grandes genocidas, decidieron de común acuerdo con la banca alemana y el eterno Vaticano, aunar las riquezas que proporcionaba el grano de Castilla con el próspero comercio de Aragón y las fértiles vegas de Al-Andalus, en España estalló el asunto, nunca resuelto, de las nacionalidades. Tuvo que venir Pi y Margall a aclarar que el país solo conviviría en paz si se juntase alrededor de una República Federal. Pero ya se sabe lo que pasó. Golpe de Estado y de nuevo la caterva reclamó lo de la unidad patria, que viene a querer decir el control centralizado del poder. Luego vino la Segunda República y lo mismo. Cuarenta años de dictadura y expolio, no solo económico, sino también cultural, prohibiendo las diferentes lenguas y costumbres, acrecentaron el asunto del centralismo anulando a golpe de bofetadas las diferencias existentes entre los pueblos de la península.
Murió el Gran Sapo Iscariote y con su muerte – y la lucha de algunos que ahora parece que no existió – vino esta democracia. Para contentar a unos y a otros, se construyó el Estado de las Autonomías. Para unos fue un reconocimiento a su singularidad y para los otros, los de siempre, ésta quedaba descolorida entre la multitud de comunidades inventadas. La de la Rioja o Madrid, son claros ejemplos del despropósito, igual que la asunción del valenciano como lengua diferente al catalán.
Y así hemos llegado hasta nuestros días. Se desperdiciaron ocasiones de normalizar la convivencia al rechazar el llamado Plan Ibarretxe con respecto a Euskadi o el Estatut de Autonomía para Catalunya. Se impuso la táctica de dejar pasar el tiempo suponiendo que las aguas se calmarían, pero no ha sido así. Los insultos, boicots y menosprecios al sentimiento de los pueblos han hecho mella en éstos y ahora ya no quieren seguir con el juego.
Sorprende a algunos la unión de fuerzas de izquierda con la derecha nacionalista, pero hagamos pedagogía de nuevo. La derecha catalana, por más que sea derecha al fin y al cabo, cuando la Dictadura, recordemos que estaba perseguida por aquellos cuyos herederos integran el Partido Popular. Así que por más que en el pasado hayan pactado –y no pondría la mano en el fuego que no vuelva a pasar en el futuro, dado que la pela es la pela– pesa más el hartazgo de ver como la pandereta, los toros y las procesiones han vuelto a ocupar un lugar predominante en la dirección del Estado. La prohibición de usar las lenguas cooficiales en el Parlamento, o los debates televisivos en la cadena pública en la que se vierten todas las opiniones excepto la de los partidarios de la independencia, no ayudan mucho. Y que se persiga con más saña la convocatoria de un referéndum, que el despilfarro y el saqueo de lo público, tampoco.
Que hay una mayoría social que no quiere seguir con el rumbo que ha tomado el país, es evidente. En Catalunya, Euskadi o Galicia, por razones históricas, esa negativa tiene el apoyo de su particular nacionalidad. Negar el derecho a decidir sobre la autodeterminación no es sino echar más leña al fuego y sobre todo desviar los esfuerzos y la lucha del verdadero objetivo.
A mí que Catalunya, Euskadi, Andalucía o Murcia quieran separarse del Estado Español me da igual.
A mí lo que me importa es acabar con el capitalismo. En Catalunya, en Euskadi, en Andalucía, en Murcia y en el mundo entero.
Publicado en el Nº 290 de la edición impresa de Mundo Obrero noviembre 2015
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