Es inimaginable que lo que ocurre a diario en un estadio de fútbol, si pasara en otro negocio, quedara impune.
BENITO RABAL 12/01/2015
Cuando el mundial de futbol de Sudáfrica, antes de que España se plagara de banderitas rojigualdas, la prensa y los medios de comunicación se encargaron de contarnos hasta la saciedad todos los detalles personales y profesionales referentes a los que iban a defender el orgullo patrio en calzoncillos corriendo tras una pelota. De todos los reportajes y series hubo uno que me llamó la atención, seguramente por la facilidad de su lectura. Era una suerte de cuestionario en donde al jugador se le hacían preguntas de todo tipo. De éste resultaba que de los veintidós muchachotes sólo uno leía, pocos sabían quién era Nelson Mandela y, en eso coincidían todos, la maleta se la había preparado su esposa, su madre o novia, que para eso están las mujeres.
Cuando la última huelga general, a pesar que en las Navidades anteriores todos pedían trabajo para la población y reconocían el pésimo estado de las economías familiares debido a la descomunal estafa con la que el voraz capitalismo ha crecido aún más si cabe, los peloteros jugaron los partidos que les correspondían. La protesta no iba con ellos, fieles vasallos de sus amos. Ni uno solo de esos modernos gladiadores, espejo en el que copiar tamaño de músculos y variopintos cortes de pelo, fue capaz de mostrar aunque fuera un mínimo de solidaridad con quienes les siguen en todo menos en sus desorbitados ingresos.
Sólo uno de ellos, Villa de nombre, hizo suyas las reivindicaciones de los mineros en las marchas y manifestaciones de 2012, bajando a uno de los pozos en el que estaban encerrados los trabajadores en lucha.
Cada sábado o cada domingo o cada vez que estos jóvenes millonarios salen al campo a demostrar sus habilidades pedestres, contemplan banderas nazis, símbolos fascistas y manos alzadas haciendo el saludo romano. Pero no sólo eso. También escuchan gritos racistas, insultos homófobos y cánticos propios de otras épocas en las que imperaba el terror y la masacre. Sin embargo ni detienen el juego ni dicen esta boca es mía. Es más, preguntados por los medios de comunicación, raro será si alguno no excusa a esa caterva de potenciales asesinos asegurando que no son más que afición apasionada por sus colores. Y la anécdota del jugador mulato a quien habían insultado comparándole con un mono que promovió lo de comerse un plátano como señal de protesta, se queda ahí, en anécdota.
Creo recordar que fue Rajoy quien, como ministro de Cultura, convirtió al futbol en algo llamado de Interés Nacional igualándolo a la Sanidad Pública, a la Educación Pública o al Museo del Prado, claro que según su criterio está más igualado a los toros y las procesiones, bastante más protegidos que las anteriores. Pero a pesar de ello, a pesar de contar con un IVA bastante más bajo que el cine o el teatro, los clubes deben cientos de millones a la seguridad Social y a Hacienda y cuentan con un servicio de seguridad gratuito formado por las fuerzas de seguridad del Estado, esas que pagamos todos, nos guste o no el deporte patrio.
Es inimaginable que lo que ocurre a diario en un estadio de fútbol, si pasara en otro negocio, quedara impune. Los bares se cierran, los teatros y salas de conciertos también; las asociaciones culturales, los centros sociales ocupados, incluso los ciudadanos que protestan, reciben multas y castigos desorbitados. Todos menos el fútbol.
Mientras, los jugadores, que parecen pertenecer a otra galaxia, defraudan y los dirigentes se enriquecen a golpe de desfalcos y subvenciones.
Luego dirán que hay que erradicar la violencia del deporte. ¡Una buena huelga de espectadores les montaba yo!. Claro que entonces sería otro país. ¡Y otro mundo!
Cuando la última huelga general, a pesar que en las Navidades anteriores todos pedían trabajo para la población y reconocían el pésimo estado de las economías familiares debido a la descomunal estafa con la que el voraz capitalismo ha crecido aún más si cabe, los peloteros jugaron los partidos que les correspondían. La protesta no iba con ellos, fieles vasallos de sus amos. Ni uno solo de esos modernos gladiadores, espejo en el que copiar tamaño de músculos y variopintos cortes de pelo, fue capaz de mostrar aunque fuera un mínimo de solidaridad con quienes les siguen en todo menos en sus desorbitados ingresos.
Sólo uno de ellos, Villa de nombre, hizo suyas las reivindicaciones de los mineros en las marchas y manifestaciones de 2012, bajando a uno de los pozos en el que estaban encerrados los trabajadores en lucha.
Cada sábado o cada domingo o cada vez que estos jóvenes millonarios salen al campo a demostrar sus habilidades pedestres, contemplan banderas nazis, símbolos fascistas y manos alzadas haciendo el saludo romano. Pero no sólo eso. También escuchan gritos racistas, insultos homófobos y cánticos propios de otras épocas en las que imperaba el terror y la masacre. Sin embargo ni detienen el juego ni dicen esta boca es mía. Es más, preguntados por los medios de comunicación, raro será si alguno no excusa a esa caterva de potenciales asesinos asegurando que no son más que afición apasionada por sus colores. Y la anécdota del jugador mulato a quien habían insultado comparándole con un mono que promovió lo de comerse un plátano como señal de protesta, se queda ahí, en anécdota.
Creo recordar que fue Rajoy quien, como ministro de Cultura, convirtió al futbol en algo llamado de Interés Nacional igualándolo a la Sanidad Pública, a la Educación Pública o al Museo del Prado, claro que según su criterio está más igualado a los toros y las procesiones, bastante más protegidos que las anteriores. Pero a pesar de ello, a pesar de contar con un IVA bastante más bajo que el cine o el teatro, los clubes deben cientos de millones a la seguridad Social y a Hacienda y cuentan con un servicio de seguridad gratuito formado por las fuerzas de seguridad del Estado, esas que pagamos todos, nos guste o no el deporte patrio.
Es inimaginable que lo que ocurre a diario en un estadio de fútbol, si pasara en otro negocio, quedara impune. Los bares se cierran, los teatros y salas de conciertos también; las asociaciones culturales, los centros sociales ocupados, incluso los ciudadanos que protestan, reciben multas y castigos desorbitados. Todos menos el fútbol.
Mientras, los jugadores, que parecen pertenecer a otra galaxia, defraudan y los dirigentes se enriquecen a golpe de desfalcos y subvenciones.
Luego dirán que hay que erradicar la violencia del deporte. ¡Una buena huelga de espectadores les montaba yo!. Claro que entonces sería otro país. ¡Y otro mundo!
Publicado en el Nº 280 de la edición impresa de Mundo Obrero enero 2015
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