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A 40 años de la muerte del dictador. Así ‘protegía’ el franquismo a los trabajadores

EL MILITANTE

14 franquismo
Internet tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes: uno de ellos es que sirve para difundir cualquier basura. Un ejemplo lo tenemos en un correo que se presenta con una frase sugestiva: “De lo mejor que me han enviado últimamente”. Pero una vez abierto, lo que contiene es pura propaganda franquista.
Tras citar una extensa lista de leyes como supuesta prueba, la tendenciosa conclusión recogida en el no menos tendencioso correo es que el estado del bienestar y los derechos de los trabajadores… ¡fueron implantados por Franco! y que con él, esto (el paro, los despidos, el recorte de derechos, etc.) no pasaba. Es un hecho histórico que la dictadura aprobó leyes para regular las relaciones laborales.
Pero cosa bien distinta es el contenido de dichas leyes, contenido que los nostálgicos del franquismo ocultan muy conscientemente por la cuenta que les tiene, dado que la realidad fue muy distinta a la que ellos intentan hacer creer. Y los avances que fue recogiendo la legislación franquista a lo largo de cuarenta años —muy limitados, en cualquier caso, comparados con los de los países europeos democráticos— fueron siempre una consecuencia de la protesta obrera. Este mes se cumplen cuarenta años de la muerte de Franco. Conviene recordar cuál fue la realidad de su dictadura para la clase obrera.
El punto de arranque de ese correo franquista es el Fuero del Trabajo, aprobado en marzo de 1938, ya antes del fin de la guerra civil. Analizando su contenido se ve que su “protección” a los trabajadores era muy peculiar.

El Fuero del Trabajo
Su artículo III.4 establecía que el contenido primordial de las relaciones laborales, en lo tocante al trabajador, era la “fidelidad y sumisión” al empresario. Por supuesto, una legislación laboral tenía que contemplar un derecho básico como el de sindicación. Claro que en el caso del franquismo se trató de una organización que de sindicato solamente tenía el nombre. Para empezar, agrupaba a empresarios y trabajadores: “un organismo unitario de todos los elementos que consagran su actividad al cumplimiento del proceso económico” (XIII.3). Si con esto no quedaba suficientemente clara la auténtica naturaleza del Sindicato Vertical franquista, el siguiente artículo del Fuero del Trabajo elimina cualquier duda: los puestos dirigentes “recaerán necesariamente en militantes de Falange Española” (XIII.4). Y el XIII.5 establecía directamente que el Sindicato Vertical era un “instrumento al servicio del Estado, a través del cual realizará principalmente su política económica”, o sea, un instrumento al servicio de la dictadura. Como se ve, el Sindicato Vertical no tenía nada de sindicato obrero, sino que estaba al servicio de los empresarios y su régimen. Un recalcitrante siempre podrá argumentar que esa comunión de intereses era posible porque todos, obreros y empresarios, eran españoles, pero a quienes creemos en la lucha de clases esta rueda de molino se nos atraganta un tanto.
Si alguien no aceptaba el estado de cosas y osaba protestar, el Fuero también dejaba claras las consecuencias: “Los actos individuales o colectivos que de algún modo turben la normalidad de la producción o atenten contra ella serán delitos de lesa patria” (XI.2). Esta legislación se aplicó en la llamada huelga del aceite de 1946 en los astilleros ferrolanos, una protesta contra la reducción de la cantidad de aceite en la cartilla de racionamiento que se saldó con 300 despidos y un consejo de guerra que dictó 14 condenas a muerte, que aunque conmutadas posteriormente, no por ello disminuye la brutalidad de la represión franquista contra el movimiento obrero.
La Ley de Contrato de Trabajo
Otro ejemplo de la “protección” franquista a los trabajadores fue la Ley de Contrato de Trabajo (1944), una columna vertebral de la legislación laboral de la dictadura. Las mujeres eran las más “protegidas”, tanto, que el artículo 11.d establecía como requisito para que una mujer casada firmase un contrato la autorización de su marido, que evidentemente era quien mejor sabía qué le convenía a su señora, ¡que para algo era suya! La ley también recogía (art. 16.9) que los contratos podían ser indefinidos, temporales o para obra o servicio determinado. Es cierto que la gran mayoría eran indefinidos, pero el carácter indefinido de un contrato no depende del nombre que reciba, sino de las dificultades que tenga el empresario para despedir al trabajador: un contrato indefinido con despido libre y gratuito es en realidad un contrato totalmente precario. En este sentido, esa ley recogía el despido libre a criterio del empresario, porque no otra cosa significa que la indisciplina, la deslealtad o la falta de respeto al empresario, a los familiares que con él convivían o a sus representantes fuesen causas justificadas de despido (art. 77), además, por supuesto, del socorrido recurso de acusar al trabajador de “desafecto al régimen”.
Por supuesto, una dictadura que “protegía” tanto al trabajador tenía que establecer unas buenas vacaciones: siete días laborables al año (art. 35). Otros derechos sociales eran igual de “generosos”: las dos únicas licencias retribuidas recogidas en dicha ley eran un día por “muerte de padre o abuelo, hijo o nieto, cónyuge o hermano; enfermedad grave de padres, hijos o cónyuge; alumbramiento de esposa” y el tiempo indispensable por “cumplimiento de un deber inexcusable de carácter público”, aunque en este caso se añadía que si ese deber inexcusable conllevaba algún dinero para el trabajador, ese importe se le descontaría del salario (art. 67). Y qué decir de la “protección” franquista al trabajador enfermo: derecho a cobrar el 50% del salario durante un máximo de... ¡cuatro días al año!, lo cual significaba que a partir del quinto día no se cobraba absolutamente nada. Respecto a la jornada laboral, no se limitaba. Sí fijaba el descanso semanal de un día el domingo, pero ello a requerimiento de la Iglesia para que la gente pudiese ir a misa. Hay que tener la cara muy dura para llamarle a todo esto “estado del bienestar”.
Luchas obreras
Evidentemente, la legislación laboral fue avanzando a lo largo de los cuarenta años de dictadura. Pero esos avances, muy inferiores a los de los países democráticos del entorno, fueron siempre una consecuencia de la lucha obrera.
Las condiciones de vida tras el fin de la guerra civil eran terribles; no por casualidad se les llama los años del hambre. El pueblo también sufría otras calamidades: la tuberculosis, una enfermedad asociada a la pobreza, era una auténtica plaga. La falta de alimentos fomentaba el estraperlo y la especulación, lo cual provocó un enorme aumento de precios, mientras los salarios permanecían congelados. Toda esta situación condujo, en la segunda mitad de los años cuarenta, a las primeras protestas obreras tras la guerra civil, salvajemente reprimidas por la dictadura. El movimiento obrero decae durante la primera década de los cincuenta (aunque con excepciones: en 1951 hubo una gran protesta en Barcelona contra la subida del billete del tranvía, que de hecho fue anulada), para resurgir de nuevo en la segunda mitad: la ola de huelgas iniciada en 1956 en demanda de mejoras salariales condujo a que el gobierno decretase una subida del 50% de los salarios y pavimentó el camino al primer sistema de Seguro Obligatorio de Desempleo (1961). También condujo a la aprobación de una ley de Convenios Colectivos (1958), aunque con válvulas de seguridad para el régimen: la representación de los trabajadores correspondía al Sindicato Vertical y el gobierno decidiría en última instancia el contenido de los convenios.
Otro hito muy relevante fue la huelga del silencio de la minería asturiana en 1962, también conocida como la huelgona, que duró cerca de tres meses, se extendió a la minería de León y generó numerosos paros de solidaridad en el resto del Estado. Como fue su norma habitual, la dictadura siguió una doble política: por un lado, aplicó una durísima represión (despidos, torturas, deportaciones de mineros a localidades fuera de Asturias). Pero, por otro, la magnitud del movimiento la asustó enormemente, como demuestran datos y hechos: se calcula que en total participaron en mayor o menor medida cerca de 300.000 trabajadores de 28 provincias, la dictadura estableció exenciones aduaneras a las importaciones de carbón extranjero para mitigar los efectos de la huelga, el secretario general del Movimiento Nacional negoció en persona con los huelguistas, a quienes se les hicieron concesiones (aumento salarial, anulación de las sanciones, actualización de las pensiones...). Otras consecuencias de esta huelga fueron la implantación al año siguiente del Salario Mínimo Interprofesional y, algo más tarde, la creación de la empresa pública Hunosa.
En el terreno político-sindical, la huelga del silencio desbordó completamente al Sindicato Vertical, confirmando así la validez de la táctica sindical de las comisiones obreras que impulsaba el PCE. La Brigada Regional de Información lo entendió muy bien cuando escribió en un informe que los mineros habían adquirido conciencia “del poder y la fuerza de una acción unida”, de lo que se derivaban “consecuencias insospechadas”. La dictadura también acabaría entendiéndolo, y por eso en 1967 prohibió la creación de esas comisiones obreras formadas por representantes genuinos de los trabajadores.
A pesar de todas las dificultades, los años 60 marcan el despegue de un movimiento obrero que, con sus altibajos, ya fue imparable (ver cuadro). A golpe de huelga, y a un coste personal enorme para los trabajadores más comprometidos, se le fueron arrancando conquistas a la dictadura, hasta hacerla desaparecer. Porque aunque es verdad que Franco murió en la cama, la dictadura murió en la calle gracias a que la lucha masiva de los trabajadores y los jóvenes durante los dos primeros años de la Transición impidió que los herederos de Franco mantuviesen el régimen, herederos entre los que se contaba Adolfo Suárez, que en 1975 era el secretario general del Movimiento Nacional y había jurado fidelidad a sus principios vestido con la camisa azul con el yugo y las flechas.
Año       Jornadas perdidas
1963         124.600
1964         141.200
1965         189.500
1966         184.800
1967         236.000
1968        240.700
1969         559.600
1970      1.092.400
1971        859.700
1972        586.600
1973      1.081.200
1974      1.748.700
1975      1.815.200
1976     12.593.100
1977     16.641.700
Con Franco, ‘esto’ ya pasaba
Frente a las mentiras franquistas, los trabajadores debemos tener muy presentes cuáles eran las auténticas condiciones sociolaborales y de vida bajo la dictadura y el enorme precio que hubo que pagar para mejorarlas. Unas condiciones sociolaborales y de vida pésimas, como también demuestra la oleada migratoria de millones de trabajadores y campesinos a quienes la miseria de aquellos negros tiempos forzó a emigrar a Europa o a núcleos industriales como Barcelona, Bilbao o Madrid, malviviendo muchos de ellos en barrios de chabolas como el famoso Pozo del Tío Raimundo vallecano. Que los nostálgicos del franquismo no nos vengan con mentiras y enredos: con su amado Franco no solamente ya pasaba esto, sino también cosas muchísimo peores.

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