Después de la cena, sorprendí a mi madre llorando delante de la televisión, no me fijé en lo que había en la pantalla. Pensé que lo hacía por la tragedia familiar que sufrimos un año antes. Efectivamente, sus lágrimas se debían a una tragedia, también familiar en un sentido más amplio, pero distinta. Esa noche no sólo lloró ella: Isaac Rabin, el primer ministro de Israel, había sido asesinado por uno de sus congéneres.
En el imaginario judío hay algo que supera todos los dolores: saber que las palabras que pronunció Menahem Beguin a bordo del Altalena no son verdad: “Los judíos no disparan contra los judíos”. El peor agravante es caer en las bajezas del enemigo. Anuar el Sadat fue asesinado por islamistas fanáticos por haber firmado la paz con Israel. Generalmente, los judíos no soportan las luchas intestinas: es su trauma insuperable, a la postre herencia de haber sido un pueblo que sólo ha tenido el socorro mutuo y la unidad para sobrevivir y prosperar.
Isaac Golbary, guardaespaldas de Rabin en el momento del asesinato, plasmó en sus memorias este desgarrador golpe:
Tenía un montón de escenarios en mi cabeza, pero siempre pensé que sería un palestino, nunca imaginé que sería un judío… Cuando me enteré de que el asesino era judío, fue la pena más fuerte que he sentido. Ese es el cuchillo en mi corazón.
Yo sabía entonces de Israel y de su conflicto con los palestinos lo que hoy sé de Marte: que existe y poco más. Estaba a las puertas de la pubertad y no había visitado Israel todavía.
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