Ni dios ni amo
AL RECONOCER LA MENTIRA DE LAS ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA, ESBOZARON UNA SONRISA
Los cantos democráticos, las cruzadas y coaliciones para llevar la libertad a los pueblos, no han sido sino bombardeos, embargos y guerra sucia.
Los cantos democráticos, las cruzadas y coaliciones para llevar la libertad a los pueblos, no han sido sino bombardeos, embargos y guerra sucia.
BENITO RABAL 28/10/2015
Ahora no se ríen. Cuando decidieron invadir Iraq, sí que lo hacían. Incluso al reconocer la mentira de las armas de destrucción masiva, también esbozaron una sonrisa. Al fin y al cabo se trataba de tener un sitio en el mundo, aunque fuera a costa de miles de muertos, desaparecidos, expoliados, arrojados de sus vidas. Al fin y al cabo se trataba de tener un sitio en el mundo de los asesinos, que equivale a decir en el de los más ricos.
Tenían razones para reír. El asunto les había salido como querían. Habían criminalizado y exterminado al partido Baaz con lo que se evitaba cualquier intento de nacionalismo panárabe con ciertos tintes socializantes; se le había dado rienda suelta a los fanatismos religiosos que tan buen resultado había dado en Irán, donde Jomeini, apoyado por Francia y, aunque no lo pareciera, por Estados Unidos, había acabado con las ideas progresistas de la Revolución tras la caída del Sha; y, lo más importante, el país, sumido en el caos y la miseria, podía ser expoliado a placer. Las compañías energéticas, las de armamento, las constructoras o la banca se frotaban las manos viendo crecer sus beneficios.
La avaricia no tiene límites y repitieron la experiencia en otros lugares sin importarles cuántos quedaban por el camino. No importaba la nacionalidad de los muertos. Tan poco valor tenían las vidas de los asesinados en los trenes del 11–M en Madrid, como los del metro de Londres; daba igual el número de víctimas en un mercado de Bagdad que el de los niños descuartizados en una escuela de Afganistán. El objetivo era claro. Crear situaciones de caos que destruyeran los Estados, sumiendo a los diferentes países en luchas fraticidas, despistándoles así del cuidado y guarda de sus recursos naturales. Y al mismo tiempo, en nuestro territorio, en el mundo industrializado, se nos mostraba la figura del nuevo demonio, el islamismo radical, ocultando sus raíces y motivaciones, pero tan perverso que para combatirlo había que hacer leyes que mermaran las libertades conseguidas durante años. Se acababa así con la posible postura de la opinión pública en contra de sus desmanes.
Aprovechando el movimiento social de la Primavera de Túnez, fomentaron y financiaron otras Primaveras de desastrosos resultados. Libia, Argel, Nigeria, Siria y muchos otros lugares son el claro exponente de cuál es el resultado de haber abierto la caja de Pandora. Igual que se ha tratado de hacer en Cuba o Venezuela, ingentes cantidades de dinero han ido a parar, bajo el engañoso manto de la democracia, a grupos cuyo fin es el terror a través del que conseguir una práctica absolutista y retrógrada. Al fin y al cabo no hacen más que seguir al pie de la letra, pero a lo bestia, la consigna que reza en los billetes de dólar, “en Dios confiamos”.
Los cantos democráticos, las cruzadas y coaliciones para llevar la libertad a los pueblos, no han sido sino bombardeos, embargos y guerra sucia. Ya se encargan la O.T.A.N. y nuestros gloriosos ejércitos de intervenir cuándo uno de los dos bandos parece inclinar la balanza a su favor. No se trata de poner fin a la feroz violencia desatada, sino de que ésta continúe.
Pero ahora ya no se ríen. Ahora la gente huye de su hogar y llama a la puerta de nuestras casas. Piden asilo a quienes les han destrozado su país.
Ahora lloran ante la visión de las filas de desesperados, mujeres, hombres y niños que caminan hacia nuestro espejismo de bienestar. Vienen y les acusan de convertirse en un problema. Vienen y se cierran fronteras, se reparten las personas, se colocan vallas, se refuerza la seguridad,…
Ahora ya no se ríen. Ahora parece que lloran. Pero no. Seguro que ya están pensando en la solución. Seguro que lo que debaten no es sobre su absoluta responsabilidad, sino sobre qué resultará mejor para quitarse de en medio a tantos como vienen.
Desechadas las cámaras de gas por lo que tienen de funesto recuerdo, ¿tal vez un buen virus?; ¿veneno?; ¿un temible y colosal desastre natural…?
Tenían razones para reír. El asunto les había salido como querían. Habían criminalizado y exterminado al partido Baaz con lo que se evitaba cualquier intento de nacionalismo panárabe con ciertos tintes socializantes; se le había dado rienda suelta a los fanatismos religiosos que tan buen resultado había dado en Irán, donde Jomeini, apoyado por Francia y, aunque no lo pareciera, por Estados Unidos, había acabado con las ideas progresistas de la Revolución tras la caída del Sha; y, lo más importante, el país, sumido en el caos y la miseria, podía ser expoliado a placer. Las compañías energéticas, las de armamento, las constructoras o la banca se frotaban las manos viendo crecer sus beneficios.
La avaricia no tiene límites y repitieron la experiencia en otros lugares sin importarles cuántos quedaban por el camino. No importaba la nacionalidad de los muertos. Tan poco valor tenían las vidas de los asesinados en los trenes del 11–M en Madrid, como los del metro de Londres; daba igual el número de víctimas en un mercado de Bagdad que el de los niños descuartizados en una escuela de Afganistán. El objetivo era claro. Crear situaciones de caos que destruyeran los Estados, sumiendo a los diferentes países en luchas fraticidas, despistándoles así del cuidado y guarda de sus recursos naturales. Y al mismo tiempo, en nuestro territorio, en el mundo industrializado, se nos mostraba la figura del nuevo demonio, el islamismo radical, ocultando sus raíces y motivaciones, pero tan perverso que para combatirlo había que hacer leyes que mermaran las libertades conseguidas durante años. Se acababa así con la posible postura de la opinión pública en contra de sus desmanes.
Aprovechando el movimiento social de la Primavera de Túnez, fomentaron y financiaron otras Primaveras de desastrosos resultados. Libia, Argel, Nigeria, Siria y muchos otros lugares son el claro exponente de cuál es el resultado de haber abierto la caja de Pandora. Igual que se ha tratado de hacer en Cuba o Venezuela, ingentes cantidades de dinero han ido a parar, bajo el engañoso manto de la democracia, a grupos cuyo fin es el terror a través del que conseguir una práctica absolutista y retrógrada. Al fin y al cabo no hacen más que seguir al pie de la letra, pero a lo bestia, la consigna que reza en los billetes de dólar, “en Dios confiamos”.
Los cantos democráticos, las cruzadas y coaliciones para llevar la libertad a los pueblos, no han sido sino bombardeos, embargos y guerra sucia. Ya se encargan la O.T.A.N. y nuestros gloriosos ejércitos de intervenir cuándo uno de los dos bandos parece inclinar la balanza a su favor. No se trata de poner fin a la feroz violencia desatada, sino de que ésta continúe.
Pero ahora ya no se ríen. Ahora la gente huye de su hogar y llama a la puerta de nuestras casas. Piden asilo a quienes les han destrozado su país.
Ahora lloran ante la visión de las filas de desesperados, mujeres, hombres y niños que caminan hacia nuestro espejismo de bienestar. Vienen y les acusan de convertirse en un problema. Vienen y se cierran fronteras, se reparten las personas, se colocan vallas, se refuerza la seguridad,…
Ahora ya no se ríen. Ahora parece que lloran. Pero no. Seguro que ya están pensando en la solución. Seguro que lo que debaten no es sobre su absoluta responsabilidad, sino sobre qué resultará mejor para quitarse de en medio a tantos como vienen.
Desechadas las cámaras de gas por lo que tienen de funesto recuerdo, ¿tal vez un buen virus?; ¿veneno?; ¿un temible y colosal desastre natural…?
Publicado en el Nº 289 de la edición impresa de Mundo Obrero octubre 2015
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