¿A ese punto hemos llegado en que tener un trabajo, por mísero que éste sea, nos hace estar agradecidos a quien nos lo haya concedido?
BENITO RABAL 09/12/2014
Ayer recibí una llamada de teléfono cuanto menos sorprendente. Provenía de un larguísimo número y la voz que me llegaba desde el otro lado de la línea, era la de una mujer con marcado acento eslavo. Llamaba de una empresa con un nombre tan sospechoso como impactante, algo así como International Global Market, lo cual no tendría nada de especial dado el bombardeo continuo al que nos someten esa multitud de oscuras sociedades sin rostro, pero con voz de sufridos y pésimamente pagados teleoperadores, normalmente emigrantes.
Lo raro es que no preguntaba por mí, sino por mi compañera y, dado que me acabo de mudar de población, que la línea telefónica está a mi nombre y que a mi compañera y a mí no nos une sino el amor y no papel alguno, la mosca se me puso detrás de la oreja. Más aún, cuando la señora o señorita que estaba al teléfono me aseguró que mi compañera se había puesto en contacto con ellos –decía ellos, como si su precario trabajo la hiciera acreedora de un puesto en el consejo de administración de la empresa– para realizar una serie de inversiones a través de su cartera de mercado de valores. “¡Eso es mentira!”, la interrumpí antes que continuara con la retahíla aprendida y que, supongo yo, acabaría pidiéndome el número de cuenta de mi banco, por otra parte tan vacía como una nevera puesta a la venta.
Normalmente, la experiencia con otras llamadas de este tipo me ha enseñado que, tras mi exabrupto, la conversación habría llegado a su fin. Pero no. La teleoperadora tenía ganas de guerra, vaya usted a saber por qué. “¿Su mujer nos ha mentido?”, me dijo en un tono francamente inquisitorial. “No. Usted está mintiendo”, la respondí empezando a alterarme –era casi la hora de comer y se me quemaban las patatas fritas-. “¿Nos está usted acusando?”, insistió la mujer. “Por supuesto”, contesté. “¡Pues que sepa que está conversación se está grabando!”, me soltó ni corta ni perezosa. “¡Pues que sepa que yo también la estoy grabando!”, solté también yo con el mismo tono amenazador. No iba a ser menos que ella en esa estúpida batalla telefónica y, aunque seguro que las patatas se me iban a quemar, con la consiguiente bronca de mi hija que llegaría hambrienta del instituto, no pensaba dejar así las cosas.
Por unos segundos la voz de la teleoperadora calló. Pensé que había ganado la disputa y me atreví a mostrar mi victoria. “¿Y entonces?”, pregunté. “Entonces ya sabe usted lo que tiene que hacer. Acudir a la Guardia Civil. Nosotros haremos lo mismo porque está atentando contra nuestro honor”, me respondió la voz demostrándome que no solo no estaba dispuesta a dar ni un paso atrás, sino que además realmente se creía que la empresa era suya y tenía que defenderla a capa y espada. “¡Váyase usted a la mierda!”, la espeté y con las mismas colgué el teléfono.
El caso es que el suceso, que en verdad no pasaba de desagradable anécdota, me dejó en un estado desapacible, inquieto. No paraba de pensar en, a través de qué medios sabía que mi compañera era mi compañera. Era evidente que la misteriosa empresa tenía acceso a datos a los que no tendría que tener acceso; que la supuesta privacidad e independencia de la que supuestamente gozamos, era absolutamente falsa; que estábamos más controlados y, peor aún, vigilados, de lo que se supone. En fin, algo ya sabido, pero que cuando te toca de cerca, percibes más nítidamente.
Sin embargo lo que más me perturbaba era ese nosotros con el que la, seguramente, precaria trabajadora se integraba en la empresa que, seguramente, la puteaba. ¿A ese punto hemos llegado en que tener un trabajo, por mísero que éste sea, nos hace estar agradecidos a quien nos lo haya concedido? ¿No hemos aprendido en años de lucha que la auténtica fuerza que mueve el mundo somos los que producimos y no quienes se benefician de nuestro trabajo? ¿O es que hemos decidido que queremos ser como nuestros explotadores y como tal nos comportamos? ¿En vez de pretender una vida plena de libertad y justicia, nos hemos dado por vencidos?
Se me quemaron las patatas fritas. Cuando llegó mi hija la bronca fue descomunal. Le dije que sentía que se nos hubieran quemado las patatas, remarcando especialmente el nos. Pero no coló. ¡Menos mal!
Lo raro es que no preguntaba por mí, sino por mi compañera y, dado que me acabo de mudar de población, que la línea telefónica está a mi nombre y que a mi compañera y a mí no nos une sino el amor y no papel alguno, la mosca se me puso detrás de la oreja. Más aún, cuando la señora o señorita que estaba al teléfono me aseguró que mi compañera se había puesto en contacto con ellos –decía ellos, como si su precario trabajo la hiciera acreedora de un puesto en el consejo de administración de la empresa– para realizar una serie de inversiones a través de su cartera de mercado de valores. “¡Eso es mentira!”, la interrumpí antes que continuara con la retahíla aprendida y que, supongo yo, acabaría pidiéndome el número de cuenta de mi banco, por otra parte tan vacía como una nevera puesta a la venta.
Normalmente, la experiencia con otras llamadas de este tipo me ha enseñado que, tras mi exabrupto, la conversación habría llegado a su fin. Pero no. La teleoperadora tenía ganas de guerra, vaya usted a saber por qué. “¿Su mujer nos ha mentido?”, me dijo en un tono francamente inquisitorial. “No. Usted está mintiendo”, la respondí empezando a alterarme –era casi la hora de comer y se me quemaban las patatas fritas-. “¿Nos está usted acusando?”, insistió la mujer. “Por supuesto”, contesté. “¡Pues que sepa que está conversación se está grabando!”, me soltó ni corta ni perezosa. “¡Pues que sepa que yo también la estoy grabando!”, solté también yo con el mismo tono amenazador. No iba a ser menos que ella en esa estúpida batalla telefónica y, aunque seguro que las patatas se me iban a quemar, con la consiguiente bronca de mi hija que llegaría hambrienta del instituto, no pensaba dejar así las cosas.
Por unos segundos la voz de la teleoperadora calló. Pensé que había ganado la disputa y me atreví a mostrar mi victoria. “¿Y entonces?”, pregunté. “Entonces ya sabe usted lo que tiene que hacer. Acudir a la Guardia Civil. Nosotros haremos lo mismo porque está atentando contra nuestro honor”, me respondió la voz demostrándome que no solo no estaba dispuesta a dar ni un paso atrás, sino que además realmente se creía que la empresa era suya y tenía que defenderla a capa y espada. “¡Váyase usted a la mierda!”, la espeté y con las mismas colgué el teléfono.
El caso es que el suceso, que en verdad no pasaba de desagradable anécdota, me dejó en un estado desapacible, inquieto. No paraba de pensar en, a través de qué medios sabía que mi compañera era mi compañera. Era evidente que la misteriosa empresa tenía acceso a datos a los que no tendría que tener acceso; que la supuesta privacidad e independencia de la que supuestamente gozamos, era absolutamente falsa; que estábamos más controlados y, peor aún, vigilados, de lo que se supone. En fin, algo ya sabido, pero que cuando te toca de cerca, percibes más nítidamente.
Sin embargo lo que más me perturbaba era ese nosotros con el que la, seguramente, precaria trabajadora se integraba en la empresa que, seguramente, la puteaba. ¿A ese punto hemos llegado en que tener un trabajo, por mísero que éste sea, nos hace estar agradecidos a quien nos lo haya concedido? ¿No hemos aprendido en años de lucha que la auténtica fuerza que mueve el mundo somos los que producimos y no quienes se benefician de nuestro trabajo? ¿O es que hemos decidido que queremos ser como nuestros explotadores y como tal nos comportamos? ¿En vez de pretender una vida plena de libertad y justicia, nos hemos dado por vencidos?
Se me quemaron las patatas fritas. Cuando llegó mi hija la bronca fue descomunal. Le dije que sentía que se nos hubieran quemado las patatas, remarcando especialmente el nos. Pero no coló. ¡Menos mal!
Publicado en el Nº 279 de la edición impresa de Mundo Obrero diciembre 2014
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