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TURISMO DE GUERRA EN PYONGYANG



PABLO M. DÍEZ PEKÍN ABC
En una ciudad tan alucinante y surrealista como Pyongyang, la capital de Corea del Norte, se pueden ver multitud de detalles que sólo podrían definirse como kafkianos. Desde legiones de personas que arrancan las hierbas y raíces del suelo para alimentar a sus animales domésticos – como hacían durante la “Gran Hambruna” para sobrevivir – hasta un barco de guerra fondeado a orillas del río Taedong, en pleno centro urbano.
Dicho buque no es otro que el “USS Pueblo”, una embarcación de Estados Unidos que fue apresada por la Armada norcoreana el 23 de enero de 1968 bajo la acusación de que estaba espiando en sus aguas territoriales. Aunque Washington negó los cargos, tanto su capitán como el general Gilbert H. Woodward se vieron obligados a firmar una confesión para conseguir que los 82 tripulantes apresados fueran liberados once meses después, el 23 de diciembre de ese mismo año.
Desde entonces, la nave ha permanecido atracada en Pyongyang como un trofeo de guerra que al régimen estalinista le gusta enseñar a los alrededor de 3.000 turistas que visitan cada año este hermético país asiático. Convertido en un elemento más de la propaganda oficial, el “USS Pueblo” es mostrado a los visitantes por el mismísimo teniente que llevó a cabo tan heroica acción militar al capturar el primer barco americano en más de un siglo.
“Tenía 28 años y sólo contaba con siete soldados a mis órdenes, pero abordamos la nave y, mientras uno de nuestros hombres arriaba la bandera americana e izaba la norcoreana, otros tomamos la sala de mandos”, explicó a ABC Pak In-ho, quien hoy ostenta el rango de coronel y luce en su uniforme 30 medallas y el “pin” con la efigie de Kim Jong-il, el padre de la patria y del actual caudillo, Kim Jong-il.
Su versión difiere, como no podía ser de otra manera, de la que contó la Casa Blanca en su día, que aseguró que cuatro barcos norcoreanos y dos cazas MIG de fabricación soviética habían apresado al “Pueblo”. Además, la toma del buque se produjo justo dos días después de que un comando de 31 soldados de Corea del Norte se infiltrara en Seúl para atentar contra el presidente surcoreano, Park Chung-hee, en su residencia oficial de la Casa Azul.
Una prueba más de la tensión bélica que se vivía en ese momento, como demuestran los agujeros de bala que dejó en su casco la conquista del “Pueblo” o las palabras llenas de odio del coronel Pak. “Mi pueblo, Kiong Songri, en la provincia costera de Hamking del Norte, fue bombardeado durante la guerra por los barcos americanos, que mataron a mi hermano menor y destruyeron nuestra escuela”, relató el militar, quien aseguró que “en ese momento decidí convertirme en marino de guerra”.
Además, el coronel Pak insistió en que durante la toma del barco no tenía miedo porque, según dijo, “me guiaba la sed de venganza, por lo que nunca me habría rendido como los americanos, que eran unos cobardes porque temían a la muerte”.
Su discurso encaja a la perfección con la propaganda de la que hace gala el régimen estalinista de Pyongyang, que vuelve a aparecer con toda su intensidad en el vídeo de la captura que se proyecta para los turistas. Mientras suena una épica música marcial, el documental muestra a los marineros americanos temblando al ser apuntados por los soldados norcoreanos.
“Estados Unidos, un agresor enemigo de la paz, se arrodilló ante el pueblo de Corea del Norte y fue humillado de nuevo por el Gran Líder Kim Il-sung y el general Kim Jong-il”, se vanagloria la voz en inglés que narra el vídeo.
Pero ésta no es la única ración de propaganda política que deben aguantar los pocos turistas que visitan Corea del Norte, uno de los países más herméticos y aislados del mundo.
Mención aparte merece el Museo de la Guerra, un descomunal recinto con decenas de salas donde se exhiben tanques, camiones, cañones y demás armamento arrebatado a las tropas americanas durante el conflicto, que duró de 1950 a 1953.
Más impresionante aún es el Museo de las Atrocidades de Sinchon, donde unos espeluznantes cuadros muestran a unos sádicos soldados estadounidenses practicando unas torturas propias de la Inquisición, como serrando cabezas, sacando muelas con alicates, empalando a mujeres y arrojando niños a las hogueras.
“Odio a EE.UU. tanto que lucharé contra ellos toda mi vida”, juró Jong Kun-song, un norcoreano de 63 años que, según cuenta, sobrevivió milagrosamente cuando los militares americanos quemaron vivos a 105 niños encerrados en un polvorín el 4 de diciembre de 1950. Entre las víctimas estaban sus padres, empleados en una plantación de arroz, y sus cuatro hermanos menores.
“Una niña salió por una ventana apilando cadáveres. Yo me quedé en una esquina y el fuego no llegó hasta mí, pero pude ver cómo se quemaban todos los demás”, narró el hombre junto al director del Museo de las Atrocidades, Kim Piong-ho.
“La ocupación de Sinchon, que duró desde 17 de noviembre hasta el 7 de diciembre de 1950, dejó 35.383 de los 120.000 muertos registrados en la provincia”, indicó Kim. Sus afirmaciones, que atribuyen a las tropas americanas buena parte de las matanzas cometidas por las fuerzas surcoreanas, sirven para adoctrinar en el odio a EE.UU. a los 400.000 norcoreanos – la mitad de ellos niños – que cada año visitan el recinto.
De hecho, todo el viaje a esta pequeña nación del Nordeste Asiático es un gran ejercicio de propaganda que, sin embargo, no oculta el alienante estado de excepción bajo el que vive Corea del Norte. Aquí todo el mundo es siempre sospechoso de algo, como el transeúnte norcoreano que, despistado, caminaba por la orilla del río que baña Pyongyang en dirección al “USS Pueblo”. Su inocente paseo quedó interrumpido de inmediato y tuvo que darse la vuelta corriendo en cuanto uno de los guías del grupo de turistas tocó un silbato para indicarle que no se acercara más a los extranjeros, no fuera a ser que los occidentales le contagiaran su decadente capitalismo o algo mucho peor: la libertad.

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