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Neoliberalismo y Capitalismo de Estado

RAFAEL CID
ROJO Y NEGRO
Conformarse con seguir llamando “Neoliberal” al actual sistema de expropiación social capitalista es un escapismo, por muy peyorativo que el término resulte para la mayoría de la gente. La vigente acometida expoliadora se ha consumado, regulando y desregulando a troche y moche, desde la administración del Estado, y han sido los distintos gobiernos que lo han gestionado los responsables directos de su ejecución. Estamos, pues, ante una fase del capitalismo que hay que calificar con toda justicia también de Capitalismo de Estado. No entenderlo así podría empañar la comprensión de la complejidad que arrastra en su seno la crisis presente y la amplitud del movimiento de dominación que representa.


Si algo está quedando claro como balance sobre la Gran Recesión que sufre el mundo occidental desde 2008 es que en esta dramática ocasión el Estado no es neutral sino un factor coadyuvante de parte. El Poder Económico que cebó la crisis está ganando la batalla porque desde las instancias políticas oficiales no se ha hecho nada para combatirlo. Y también porque las nuevas formas de autoorganización surgidas espontáneamente de abajo-arriba están siendo saboteadas desde las mismas instituciones que en teoría deberían velar por el bienestar general. Ahora bien, la derrota será histórica, sin paliativos, si ante estas evidencias devastadoras seguimos empeñados en una hermenéutica de los hechos que no se corresponde con la realidad empírica. Faltos de diagnóstico, lo terrible sería que de nuevo insistiéramos en alternativas convencionales cuando lo que nos pasa es que aún no sabemos qué nos pasa.
En esa ignorancia dolosa incurre la sedicente izquierda al plantear la estrategia de lucha a través de la ocupación del aparato del Estado con su cuota anexa de participación política en el sistema que este corona, en una suerte de larga marcha a través de las instituciones que lleva implícita su propia reproducción. Revivir hoy esas fórmulas que confunden lo público con lo estatal puede tener consecuencias indeseables, como ya reconocía en 1969 la prestigiosa economista marxista Joan Robinson: “Los costes del llamado crecimiento en términos de polución y crecimiento están alcanzando un nivel crítico. Y lo más grave es que la política keynesiana de mantener la prosperidad a base de inversiones públicas se ha concretado en la carrera de armamentos y en guerras frías y calientes” (La relevancia de la teoría económica).
La severa advertencia de Robinson pivotaba sobre dos experiencias históricas que, bajo el supuesto de rentabilizar íntegramente el sector productivo, produjeron desarrollos económicos funestos tanto en regímenes totalitarios de partido único como en países democráticos de pluralismo antagonista. En la Alemania nazi Hitler logró niveles de pleno empleo mediante una variante militar del keynesianismo aplicado a la industria, algo parecido al “complejo militar-industrial” denunciado en 1961 por el presidente norteamericano Eisenhower como incipiente “poder usurpador” en su discurso de despedida. Apelando a esa misma estrategia belicista-productivista, en esta ocasión la necesidad del rearme para la lucha contra el terrorismo, fue cómo George Busch conjuró en 2001 el peligro de recesión en Estados Unidos que vaticinaban las estadísticas.
En todos esos casos, lo que indicaban dichas prácticas era un uso intensivo del potencial económico de una nación en el área de Defensa, instancia que junto con el control monetario han sido históricamente ámbitos de específica responsabilidad de los gobiernos sin vulnerar su marco competencial. Para llegar a la situación que refleja la crisis desatada en este primer tercio del siglo XXI, donde la administración del Estado ha colocado todos sus recursos y capacidades al servicio de la clase capitalista, ha sido preciso degradar la calidad de la democrática institucional. Primero con la aparición en escena de organismos supranacionacionales (tipo Banco Mundial, Organización Mundial de Comercio y Fondo Monetario Internacional) que restaban competencias en el terreno de la soberanía; luego mediante la introducción de grandes consensos entre adversarios políticos argumentando “razones de Estado” y finalmente creando las condiciones para la autonomía absolutista de las finanzas globales.
Llegados a este punto, se constata que lo que permite la definitiva preponderancia de la economía financiarizada sobre la política consiste paradójicamente en dotar de plenos poderes a la política (clase) al margen de su fundamento democrático para así habilitar la autoridad del mundo de los negocios. Y ahí es donde aparecen estructuras de gobierno que independientemente de su localización ideológica (derecha o izquierda) resuelven siempre en dirección del Capital. Gracias al manejo de este Capitalismo de Estado, tanto gobiernos conservadores como progresistas han gestionado la crisis contra los intereses de la mayoría social, haciendo un uso ilegítimo, despótico y antidemocrático del mandato representativo. Los referendos anulados sobre la Constitución Europea en Francia y Holanda y el del Tratado de Lisboa en Irlanda; los actos de promoción sin proceso electoral de presidencias técnicas en los gobiernos de Italia con Monti, ex comisario de Competencia de la UE, y en Grecia con Lucas Papademos, ex vicepresidente del Banco Central Europeo; y la reforma exprés de la Constitución española son algunos de los “logros” de esta era de democracia sin demócratas que se adorna con el cártel político de un bipartidismo placebo exclusivo y excluyente.
Posiblemente el “Neoliberalismo” fue una imagen de marca que sirvió bien al capitalismo en la etapa de la Guerra Fría para dotarle de ventaja cognitiva frente al modelo que representaba el rival Bloque del Este. Ambos compartían el mismo afán desarrollista, pero el bando occidental aventajaba al “comunista” por su mayor grado de eficacia económica y el disfrute de derechos civiles y políticos. Aunque, tras la caída del Muro de Berlín se ha comprobado que en ambas experiencias (Socialismo de Estado v.s. Capitalismo de Estado) prevalece el Estado como factor organizador. En esa clave pueden explicarse fórmulas como la de la actual China, un emporio capitalista en un Estado totalizante de partido único comunista, y la emergencia de la injerencia estatal para gestionar la crisis en la Unión Europa, a pesar de que uno de los axiomas del Tratado de Maastricht, que impone serías restricciones al aumento del déficit y la deuda pública, sea el gobierno de manos libres en la economía privada, al margen de cualquier tipo de proteccionismo o intervencionismo de corte estatal.
El término “neoliberalismo” fue usado por primero vez en 1938 por Alexander Rüstow para identificar a la nueva economía que se pretendía continuadora de la liberal, centrada en el mercado autorregulado y el laissez-faire en un marco formal de derechos y libertades individuales. Y fue Friedrich Pollock, economista, sociólogo y filósofo destacado de la Escuela de Frankfurt, quien teorizó la aparición del Capitalismo de Estado como clave de la fase postliberal. Ambos entendían sus opciones como elementos de análisis válidos para entender el sistema económico salido de la Gran Depresión de 1929. Casi un siglo después, la enseñanza de la crisis del 2008 parece indicar que hay más de lo que sostenía Pollock que de lo pronosticó Rüstow. El mundo que heredamos de esta Gran Recesión está dejando atrás la democracia a pasos agigantados; funciona como un partido único de dos caras; lo público solo subsiste fagocitado por lo estatal-gubernamental y ambiciona reinar sobre la enorme pira de la desigualdad del paro estructural y el pleno subempleo.
Rafael Cid

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