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GARA: DE LAS PALIZAS EN EL GURUGÚ A LAS CUCHILLAS EN LA VALLA


Las cuchillas de la valla de Melilla son el último obstáculo de una larga marcha que para cientos de subsaharianos puede durar hasta tres años. En el monte Gurugú (Marruecos) se establecen los campamentos desde los que se desarrollan los «saltos» con los que los migrantes tratan de alcanzar Melilla. Hasta que llega ese momento, malviven en precarios refugios hostigados por la Policía del reino alauí, verdadera guardiana de Europa.
ALBERTO PRADILLA
Imbroda (presidente de Melilla) llama habitualmente al gobernador de Nador para quejarse de los intentos de los `negros' de entrar a Melilla. Nosotros somos la garantía de que no accedan». Esta es la confesión de Mustafá, un policía marroquí que se presenta como jefe de la división de extranjería en la frontera de Beni Enzar, una de las más transitadas entre Marruecos y la ciudad autónoma. El agente, vestido de paisano, es uno de los encargados de patrullar la empinada carretera que asciende hasta el castillo que corona el monte Gurugú, en cuyas laderas se refugian cientos de migrantes subsaharianos que aguardan para intentar cruzar la valla de Melilla y acceder a Europa. Completamente militarizada, esta loma, casi pegada a la localidad española incrustada en el norte de África, es el penúltimo paso de la larga marcha de la migración subsahariana. Allí se esconden entre rocas o en improvisados campamentos precariamente construidos con plásticos y mantas. Y allí es donde la Policía marroquí desarrolla diariamente su «caza al hombre». Las cuchillas de la verja, llamadas ahora «concertinas», como si eso redujese su capacidad de rasgar la piel de quienes tratan de sobrepasarlas, esperan a los migrantes en la frontera. Antes, sin embargo, tienen que lidiar con unos agentes cuya principal labor es perseguirles. Los subsaharianos que han logrado evadir el cerco hablan de palizas, de brazos y piernas rotas a culatazos, con piedras o con barras de metal y de incendios provocados en pleno monte para destruir sus campamentos. Hasta algún guardia civil ha llegado a establecer la diferencia entre uno y otro lado. «Aquí (por el Estado español) existen derechos humanos. Allí (por Marruecos), los humanos van derechos». Pese a las duras condiciones del viaje, miles de hombres y mujeres procedentes de Guinea, Mali o Níger inician cada año su periplo hacia Europa. Ni siquiera piensan en quedarse en el Estado español, conscientes de la degradación de sus condiciones de vida.
«Prefiero ser pobre en Europa que en Guinea. Sé que la situación en España no es buena, aunque si encontrase trabajo, me quedaría allí. De todos modos, me gustaría llegar hasta Noruega o Alemania». Ablai Didangana tiene 24 años y lleva un mes en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla. Su viaje, no obstante, comenzó hace mucho. Concretamente en 2010, en Frana, un pequeño municipio de Guinea-Conakri, antigua colonia francesa, desde donde partió con su amigo Aali Badra, de 20, que exhibe la cicatriz que le dejó en la pierna una de las cuchillas instaladas en la verja. Frente a la creencia de que se trata de un viaje en línea recta hacia Europa, ambos relatan un periplo escalonado y muy peligroso en el que las paradas dependían de los empleos que ambos conseguían en los diferentes países donde se establecieron. Primero, Mali. Después, Níger. De ahí pasaron a Argelia. Finalmente, llegaron a Marruecos. En cada uno de estos lugares permanecían el tiempo suficiente para hacer algo de dinero que les permitiese retomar la marcha.
«En Marruecos no hay trabajo para nosotros. Pero el monte es muy duro», relata, en perfecto francés, Didangana. En el Gurugú se instalan como paso previo al salto. En zonas ocultas hay campamentos con un alto grado de autoorganización, aunque su subsistencia depende, básicamente, de personas anónimas y organizaciones que les llevan comida en viajes relámpago. También estos están perseguidos, tanto en Melilla como en Marruecos. En medio de la precariedad extrema, las redadas nocturnas son su peor recuerdo. «Llegan a las cinco de la madrugada, cuando estás durmiendo. Solo tienes tiempo para salir corriendo», explica. Si les agarran, lo más probable es que sean trasladados hacia la zona fronteriza con Argelia. Un camino de ida y vuelta que el joven realizó en cinco ocasiones. El modus operandi de los agentes del reino alauí también es conocido por los defensores de los Derechos Humanos en Melilla. «Lo de la verja es grave, pero el trato que reciben de los sicarios marroquíes es todavía peor. Les tiran piedras, les rompen las piernas o los brazos, incluso estando detenidos, y Madrid les deja hacer. Existe un acuerdo no escrito: tú me los paras y yo te pago», se queja José Palazón, miembro de la ONG Prodein, que recientemente alertaba sobre el aumento de las devoluciones ilegales, es decir, expulsiones a Marruecos «a escondidas» llevadas a cabo por la Guardia Civil.
Mustafá, sin embargo, no quiere reconocer las palizas. «Pueden permanecer en Marruecos. Lo que no pueden es saltar la valla», insiste el agente. Conduce de regreso a la frontera. Ni por un momento se ha creído que su acompañante no es periodista sino historiador y procede a devolverle a Melilla. A su alrededor, desde los caminos embarrados por las fuertes lluvias, asoman tres subsaharianos haciendo gestos de pedir comida. Una vez aquí, no piensan darse la vuelta.

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