Lluís Foix
LA VANGUARDIA
Kaesong, Corea del Norte
Corea del Norte tiene un punto de misterio, de regreso a tiempos antiguos, de choque con la naturaleza casi virgen. Es un país paranoico. Los occidentales que llegamos a Kaesong, la capital de la dinastía coreana hace más de cinco siglos, transitamos en una caravana de ocho autobuses que circulan por carreteras vacías escoltados por autoridades militares. Los prejuicios sobre cómo será Corea del Norte se confirman. El progreso occidental no ha llegado aunque hace sólo treinta años la república dirigida por el "gran líder" Qim Il Sung no era tan pobre como la república con capital en Seúl, totalmente occidentalizada, nueva, con rascacielos y con 11 millones de habitantes que viven de forma trepidante. Las medidas de seguridad son extremas. Las fotos sólo son posibles cuando son autorizadas, los móviles y cualquier aparato tecnológico han sido depositados en la frontera con el sur dentro de bolsas de plástico. Los diarios en inglés editados en Seúl también tienen que quedar alejados de la curiosidad de los norcoreanos. Todo material impreso fuera de la república del norte es inadecuado. Al regreso todo podrá ser recuperado. La caravana avanza por el centro de la calzada. No hay tráfico en ninguna dirección. En todos los cruces de carretera, en los pueblos y en caminos adyacentes, un soldado solitario, a unos doscientos metros, aguanta el sol implacable del mediodía para prevenir que el convoy de visitantes sea atacado por no se sabe quién. Campos de maíz, de arroz y de hortalizas son cultivados por hombres, mujeres y niños. No se emplean los fertilizantes ni los herbicidas. No hay tractores. Todo se ejecuta a mano. Los payeses sulfatan los cultivos con una con una máquina a hombros. Hay agua por todas partes y los bosques serían una maravilla para los verdes europeos. Es un paisaje casi idílico. Unos cuantos periodistas occidentales viajamos con escolares del sur y con jubilados coreanos que entonan en el autobús canciones pastoriles y románticas iniciadas por los guías comunistas que son nuestros interlocutores a partir del momento que cruzamos la frontera. Gente simpática, sonriente, que contesta las preguntas a través de intérpretes. Responden con seguridad pero parcialmente. Saben las medallas que Corea del Norte ha conseguido en los Juegos de Pekín pero desconocen cuántas ha obtenido Corea del Sur. Las grandes torres de comunicación de la frontera neutralizan toda la información que sale o llega a la patria de Qim Il Sung. Pero, curiosamente, Ronaldinho es conocido y relacionado con Barcelona. No saben nada de Laporta ni de Pep Guardiola. Cosas del deporte que atraviesan incluso las fronteras ideológicas y militares. Nos llevan a un complejo turístico muy bien cuidado, con una gran catarata de cola de caballo, tenderetes atendidos por jóvenes coreanas uniformadas de blanco blanquísimo que venden refrescos y galletas. Ahí sí que son posibles las fotografías. Todo el personal, militares y civiles, guías y paisanos, llevan un "pin" rojo con la figura del gran líder Qim Il Sung. Se molestan cuando alguien pide una copia como recuerdo. Esto no se vende, lo llevamos dentro, es como un latir del corazón, me traduce un guía. Avanzamos un tramo por una autopista que lleva a la capital, Pyonyang, construida con cemento armado. Pero con la particularidad que no hay ningún coche. Me cuentan que en tiempos de recolección de las cosechas, el maíz o el arroz son extendidos por las calzadas para secarse. En ocasiones, algún avión militar aterriza en estas impecables autopistas en las que no circulan coches. De hecho, no hay vehículos privados. Kaesong es una ciudad milenaria con un puente de piedra del siglo IX (sic) en el que todavía se cree que las manchas de sangre no han desaparecido desde que un personaje fue asesinado por defender la lealtad al emperador. El viaje al interior de este país cerrado a cal y canto es intrigante y misterioso. No se pueden tomar fotografías de las gentes que avanzan a pie por todas partes. Las bicicletas, todas iguales y que en Europa serían propias para las mujeres, avanzan lentamente por las calles sin asfaltar. Cada vez que llegan a un cruce bajan de la bicicleta, la llevan a mano hasta cruzar la calle y prosiguen su ruta. El orden es preciso, milimetrado, sin que nadie se salte las reglas de tráfico a pesar de que no hay circulación rodada. Pienso que si en Kaesong, ciudad próxima a la frontera con el sur, la austeridad y pobreza de las gentes es evidente, deben ser más extremadas en el interior del país. Se construyó la autopista hacia la capital, Pyonyiag, con un criterio prácticamente rectilíneo, sin curvas, sin tener en cuenta las montañas y los ríos. Los túneles tienen sólo dos direcciones. No quiero pensar los atascos que se producirían en hora punta si el tráfico fuera denso. Muchas mujeres van vestidas dignamente con los trajes tradicionales. Altas, esbeltas, muy delgadas, no he visto ni a un solo obeso u obesa en esta jornada norcoreana. Llegamos al centro histórico de Kaesong. La caravana de visitantes entran dentro del recinto y las puertas de madera antigua se cierran. Para que nadie pueda salir ni nadie pueda ver lo que ocurre fuera. Por las rendijas de los portalones centrales observamos el ir y venir de las gentes. Un guardia urbano se afana para dirigir el tráfico de las bicicletas y los peatones. Uniforme blanco, una porra de madera sólida, va dando paso a unos y otros. El almuerzo es una fiesta. Un plato de arroz y once cuencos de hojalata cubren toda la mesa. No hay sitio ni para el agua. Chicas jóvenes vestidas con los uniformes tradicionales nos ofrecen las toallitas orientales antes de emprender el ágape. No hay síntomas de hambre en un país en el que muchos coreanos no pueden comer lo imprescindible. Es difícil hacerse una idea de lo que pasa en Corea del Norte viendo de lejos a la gente, ser saludado por algunos niños desde las ventanas, observar la severidad de los rostros de los transeúntes. Enormes estatuas del "gran líder" Qim Il Sung no se pueden fotografiar. Son inmensas, situadas en las colinas o en lo alto de una avenida. Me recuerda las experiencias vividas en Tirana, Albania, cuando el país estaba cerrado a cal y canto en los tiempos del comunismo paranoico de Enver Hoxha. La propaganda sustituye a los anuncios consumistas de Corea del Sur o a los que iluminan todas las ciudades occidentales. Pido que me traduzcan algún slogan escrito en coreano. Cito unos cuantos: "el ejército es el corazón de la defensa nacional y el pilar del socialismo", "el gran líder Qim Il Sung estará siempre con nosotros", "no envidiamos a nadie". Los diálogos con los guías son interesantes. Pregunto si algún día se producirá la unificación de las dos Coreas. La respuesta es taxativa. Sí, pero cuando se acepte la superioridad de nuestro sistema sobre cualquier otro. Las fotografías enmarcadas de Qim Il Sung están presentes en muchas encrucijadas de ciudades y en el campo. De vez en cuando aparece con su hijo, actual líder, Qim Jong Il. Siempre desafiando el destino, esbeltos, seguros, optimistas. No tengo la más mínima idea qué pasa en este país sin recursos, paraíso de los eco socialistas de salón, que tiene un pequeño gran arsenal nuclear para defenderse de los enemigos de la patria. Personas que conocen bien la situación en Corea del Norte, me cuentan en Seúl, que la situación no es tan catastrófica como la pintan las ONG que operan en el norte. Las cosas no están tan mal. Este año, la cosecha es abundante y nadie se morirá de hambre. Pero lo cierto es que los norcoreanos no tienen sobrepeso y tampoco sé exactamente lo que hacen fuera de las faenas agrícolas. Las casas están deterioradas, sin pintar, viejas y sin indicios de remodelación. No hay tiendas. Algunos tenderetes venden verduras, dulces y chocolates. He visto grupos de cabras a lo largo del día. El régimen permite esta pequeña propiedad que abastece a familias enteras. La leche es un producto de lujo. Y la carne también. Un propietario de un cerdo puede conseguir unas ventajas económicas considerables. Es un régimen extraño, inhumano, propio de los emperadores de los siglos pasados. Las expectativas de vida son quince años inferiores a la de los surcoreanos. No hay contaminación pero hay escasez de alimentos, hambre, falta de libertad y una severidad ambiental que se manifiesta en los rostros graves y enjutos los caminantes. Termina el almuerzo y se abren las puertas del complejo turístico. Gran despliegue de urbanos y de coches escolta que protegen la caravana. Visita a un museo cuyas dependencias están cerradas, una vuelta por la tienda de souvenirs, una degustación de la cerveza norcoreana, estupenda, por cierto, y regreso a la fronteras. Al llegar a Seúl nos enteramos de mientras estamos entretenidos en observar la realidad del sistema, el gobierno de Pyonyang ha suspendido sus compromisos para desprenderse de algunas piezas de su programa nuclear. Nos enteramos en Seúl y no sé cómo habrá vendido la noticia la única televisión que ven los norcoreanos. Pero da igual. Nos acercamos de nuevo a la frontera para observar cómo la empresa Hyundai ha desplegado un impresionante complejo industrial en el interior de Corea del Norte que emplea a más de treinta mil trabajadores del norte y a un millar de surcoreanos. Es un cambio notorio, impresionante, que se ha producido en sólo dos años. Muchas empresas tienen ventajas fiscales y han invertido fuertemente en el complejo en el que se levantan naves, viviendas, parques bien cuidados con arbolado muy joven, grúas que cubren el horizonte. Me recuerda la zona especial de Crenchen, al norte de Hong Kong, en los años en que Deng Xiaoping puso en marcha una economía controlada de mercado en China. Es arriesgado hacer previsiones. Pero si un día este país se abre y abandona el dogmatismo puede ver auténticos milagros. Un pueblo que ha sobrevivido a tantas penurias, tanta acción policial, tanta paranoia de sus "grandes líderes" puede recuperarse en muy poco tiempo. La paranoia de los que mandan no es eterna. El pueblo coreano, del norte y del sur, sabrá cerrar las heridas del pasado y construir un futuro con más esperanza y con más libertad. El desenlace, probablemente, vendrá de fuera de Corea. De China, de Rusia, de Estados Unidos, de Japón. Pero también de los coreanos.
Corea del Norte tiene un punto de misterio, de regreso a tiempos antiguos, de choque con la naturaleza casi virgen. Es un país paranoico. Los occidentales que llegamos a Kaesong, la capital de la dinastía coreana hace más de cinco siglos, transitamos en una caravana de ocho autobuses que circulan por carreteras vacías escoltados por autoridades militares. Los prejuicios sobre cómo será Corea del Norte se confirman. El progreso occidental no ha llegado aunque hace sólo treinta años la república dirigida por el "gran líder" Qim Il Sung no era tan pobre como la república con capital en Seúl, totalmente occidentalizada, nueva, con rascacielos y con 11 millones de habitantes que viven de forma trepidante. Las medidas de seguridad son extremas. Las fotos sólo son posibles cuando son autorizadas, los móviles y cualquier aparato tecnológico han sido depositados en la frontera con el sur dentro de bolsas de plástico. Los diarios en inglés editados en Seúl también tienen que quedar alejados de la curiosidad de los norcoreanos. Todo material impreso fuera de la república del norte es inadecuado. Al regreso todo podrá ser recuperado. La caravana avanza por el centro de la calzada. No hay tráfico en ninguna dirección. En todos los cruces de carretera, en los pueblos y en caminos adyacentes, un soldado solitario, a unos doscientos metros, aguanta el sol implacable del mediodía para prevenir que el convoy de visitantes sea atacado por no se sabe quién. Campos de maíz, de arroz y de hortalizas son cultivados por hombres, mujeres y niños. No se emplean los fertilizantes ni los herbicidas. No hay tractores. Todo se ejecuta a mano. Los payeses sulfatan los cultivos con una con una máquina a hombros. Hay agua por todas partes y los bosques serían una maravilla para los verdes europeos. Es un paisaje casi idílico. Unos cuantos periodistas occidentales viajamos con escolares del sur y con jubilados coreanos que entonan en el autobús canciones pastoriles y románticas iniciadas por los guías comunistas que son nuestros interlocutores a partir del momento que cruzamos la frontera. Gente simpática, sonriente, que contesta las preguntas a través de intérpretes. Responden con seguridad pero parcialmente. Saben las medallas que Corea del Norte ha conseguido en los Juegos de Pekín pero desconocen cuántas ha obtenido Corea del Sur. Las grandes torres de comunicación de la frontera neutralizan toda la información que sale o llega a la patria de Qim Il Sung. Pero, curiosamente, Ronaldinho es conocido y relacionado con Barcelona. No saben nada de Laporta ni de Pep Guardiola. Cosas del deporte que atraviesan incluso las fronteras ideológicas y militares. Nos llevan a un complejo turístico muy bien cuidado, con una gran catarata de cola de caballo, tenderetes atendidos por jóvenes coreanas uniformadas de blanco blanquísimo que venden refrescos y galletas. Ahí sí que son posibles las fotografías. Todo el personal, militares y civiles, guías y paisanos, llevan un "pin" rojo con la figura del gran líder Qim Il Sung. Se molestan cuando alguien pide una copia como recuerdo. Esto no se vende, lo llevamos dentro, es como un latir del corazón, me traduce un guía. Avanzamos un tramo por una autopista que lleva a la capital, Pyonyang, construida con cemento armado. Pero con la particularidad que no hay ningún coche. Me cuentan que en tiempos de recolección de las cosechas, el maíz o el arroz son extendidos por las calzadas para secarse. En ocasiones, algún avión militar aterriza en estas impecables autopistas en las que no circulan coches. De hecho, no hay vehículos privados. Kaesong es una ciudad milenaria con un puente de piedra del siglo IX (sic) en el que todavía se cree que las manchas de sangre no han desaparecido desde que un personaje fue asesinado por defender la lealtad al emperador. El viaje al interior de este país cerrado a cal y canto es intrigante y misterioso. No se pueden tomar fotografías de las gentes que avanzan a pie por todas partes. Las bicicletas, todas iguales y que en Europa serían propias para las mujeres, avanzan lentamente por las calles sin asfaltar. Cada vez que llegan a un cruce bajan de la bicicleta, la llevan a mano hasta cruzar la calle y prosiguen su ruta. El orden es preciso, milimetrado, sin que nadie se salte las reglas de tráfico a pesar de que no hay circulación rodada. Pienso que si en Kaesong, ciudad próxima a la frontera con el sur, la austeridad y pobreza de las gentes es evidente, deben ser más extremadas en el interior del país. Se construyó la autopista hacia la capital, Pyonyiag, con un criterio prácticamente rectilíneo, sin curvas, sin tener en cuenta las montañas y los ríos. Los túneles tienen sólo dos direcciones. No quiero pensar los atascos que se producirían en hora punta si el tráfico fuera denso. Muchas mujeres van vestidas dignamente con los trajes tradicionales. Altas, esbeltas, muy delgadas, no he visto ni a un solo obeso u obesa en esta jornada norcoreana. Llegamos al centro histórico de Kaesong. La caravana de visitantes entran dentro del recinto y las puertas de madera antigua se cierran. Para que nadie pueda salir ni nadie pueda ver lo que ocurre fuera. Por las rendijas de los portalones centrales observamos el ir y venir de las gentes. Un guardia urbano se afana para dirigir el tráfico de las bicicletas y los peatones. Uniforme blanco, una porra de madera sólida, va dando paso a unos y otros. El almuerzo es una fiesta. Un plato de arroz y once cuencos de hojalata cubren toda la mesa. No hay sitio ni para el agua. Chicas jóvenes vestidas con los uniformes tradicionales nos ofrecen las toallitas orientales antes de emprender el ágape. No hay síntomas de hambre en un país en el que muchos coreanos no pueden comer lo imprescindible. Es difícil hacerse una idea de lo que pasa en Corea del Norte viendo de lejos a la gente, ser saludado por algunos niños desde las ventanas, observar la severidad de los rostros de los transeúntes. Enormes estatuas del "gran líder" Qim Il Sung no se pueden fotografiar. Son inmensas, situadas en las colinas o en lo alto de una avenida. Me recuerda las experiencias vividas en Tirana, Albania, cuando el país estaba cerrado a cal y canto en los tiempos del comunismo paranoico de Enver Hoxha. La propaganda sustituye a los anuncios consumistas de Corea del Sur o a los que iluminan todas las ciudades occidentales. Pido que me traduzcan algún slogan escrito en coreano. Cito unos cuantos: "el ejército es el corazón de la defensa nacional y el pilar del socialismo", "el gran líder Qim Il Sung estará siempre con nosotros", "no envidiamos a nadie". Los diálogos con los guías son interesantes. Pregunto si algún día se producirá la unificación de las dos Coreas. La respuesta es taxativa. Sí, pero cuando se acepte la superioridad de nuestro sistema sobre cualquier otro. Las fotografías enmarcadas de Qim Il Sung están presentes en muchas encrucijadas de ciudades y en el campo. De vez en cuando aparece con su hijo, actual líder, Qim Jong Il. Siempre desafiando el destino, esbeltos, seguros, optimistas. No tengo la más mínima idea qué pasa en este país sin recursos, paraíso de los eco socialistas de salón, que tiene un pequeño gran arsenal nuclear para defenderse de los enemigos de la patria. Personas que conocen bien la situación en Corea del Norte, me cuentan en Seúl, que la situación no es tan catastrófica como la pintan las ONG que operan en el norte. Las cosas no están tan mal. Este año, la cosecha es abundante y nadie se morirá de hambre. Pero lo cierto es que los norcoreanos no tienen sobrepeso y tampoco sé exactamente lo que hacen fuera de las faenas agrícolas. Las casas están deterioradas, sin pintar, viejas y sin indicios de remodelación. No hay tiendas. Algunos tenderetes venden verduras, dulces y chocolates. He visto grupos de cabras a lo largo del día. El régimen permite esta pequeña propiedad que abastece a familias enteras. La leche es un producto de lujo. Y la carne también. Un propietario de un cerdo puede conseguir unas ventajas económicas considerables. Es un régimen extraño, inhumano, propio de los emperadores de los siglos pasados. Las expectativas de vida son quince años inferiores a la de los surcoreanos. No hay contaminación pero hay escasez de alimentos, hambre, falta de libertad y una severidad ambiental que se manifiesta en los rostros graves y enjutos los caminantes. Termina el almuerzo y se abren las puertas del complejo turístico. Gran despliegue de urbanos y de coches escolta que protegen la caravana. Visita a un museo cuyas dependencias están cerradas, una vuelta por la tienda de souvenirs, una degustación de la cerveza norcoreana, estupenda, por cierto, y regreso a la fronteras. Al llegar a Seúl nos enteramos de mientras estamos entretenidos en observar la realidad del sistema, el gobierno de Pyonyang ha suspendido sus compromisos para desprenderse de algunas piezas de su programa nuclear. Nos enteramos en Seúl y no sé cómo habrá vendido la noticia la única televisión que ven los norcoreanos. Pero da igual. Nos acercamos de nuevo a la frontera para observar cómo la empresa Hyundai ha desplegado un impresionante complejo industrial en el interior de Corea del Norte que emplea a más de treinta mil trabajadores del norte y a un millar de surcoreanos. Es un cambio notorio, impresionante, que se ha producido en sólo dos años. Muchas empresas tienen ventajas fiscales y han invertido fuertemente en el complejo en el que se levantan naves, viviendas, parques bien cuidados con arbolado muy joven, grúas que cubren el horizonte. Me recuerda la zona especial de Crenchen, al norte de Hong Kong, en los años en que Deng Xiaoping puso en marcha una economía controlada de mercado en China. Es arriesgado hacer previsiones. Pero si un día este país se abre y abandona el dogmatismo puede ver auténticos milagros. Un pueblo que ha sobrevivido a tantas penurias, tanta acción policial, tanta paranoia de sus "grandes líderes" puede recuperarse en muy poco tiempo. La paranoia de los que mandan no es eterna. El pueblo coreano, del norte y del sur, sabrá cerrar las heridas del pasado y construir un futuro con más esperanza y con más libertad. El desenlace, probablemente, vendrá de fuera de Corea. De China, de Rusia, de Estados Unidos, de Japón. Pero también de los coreanos.
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