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La muerte de Adolfo Suárez está siendo aprovechada por la burguesía y los medios de comunicación a su servicio para insistir en la muy manida tergiversación histórica según la cual la caída de la dictadura franquista fue obra de los mismos franquistas y no de la tenaz y heroica lucha de millones de trabajadores y jóvenes. Una lucha que en su momento álgido, particularmente tras la muerte de Franco a finales de 1975, tuvo un carácter prerrevolucionario.
Suárez y la dictadura franquista
Suárez fue el “forjador de la democracia”, según el titular a grandes letras de la portada de la edición del lunes 24 de marzo del periódico El País. Pero lo que no dice este medio es que Suárez, al día siguiente de la muerte del dictador, elogiaba de esta manera servil al general Franco: “El paso de los siglos no borrará el eco de su nombre, unido siempre al recuerdo de una justicia social y un progreso como nunca antes conociera nuestra patria. Con él logró España ser una, grande y sobre todo libre de cualesquiera fuerzas extrañas a sus propios designios. La obra de Franco perdurará a través de las generaciones”, (El Alcázar, 21 de noviembre de 1.975). Entonces Suárez era vicesecretario general del Movimiento Nacional, nada menos.
¿Cuál fue realmente la “obra de Franco” tan loada por Suárez? Imponer una dictadura salvaje al servicio del gran capital, basada en el exterminio y el terror. El régimen franquista fue represivo y criminal de principio al fin, y sus latigazos mortales perduraron incluso bajo los gobiernos presididos por Suárez, ya en la denominada Transición. Las personas ejecutadas por el ejército franquista, desde el primer día de la guerra civil hasta julio de 1948, más los que murieron por abandono, hambre o epidemia, se acercan a 250.000, sin contar los asesinatos arbitrarios, los paseos y los ejecutados por la ley de fugas, que pueden alcanzar otros 30.000. Otro dato que da una idea de la extensión de la represión es que entre los años 1939 y 1943 el número de presos políticos del franquismo llegó a superar los 550.000, aproximadamente un 20% de toda la fuerza laboral del país, con una muy clara mayoría de jóvenes entre ellos.
Esta represión cruel del régimen franquista, durante la guerra civil y posteriormente, tenía una clara finalidad política y sólo es comparable a los crímenes del nazismo en la propia Alemana y en los países que sometió durante la segunda guerra mundial. La “obra de Franco”, contada por el propio dictador, consistía en “realizar la tarea, necesariamente lenta, de redención y pacificación, sin la cual la ocupación militar sería totalmente inútil. La redención moral de las zonas ocupadas será larga y difícil, porque en España las raíces del anarquismo son antiguas y profundas” (…) “La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes, el fin”.
En este contexto de represión extrema, sin libertades políticas ni sindicales, las condiciones de vida de la clase descendieron a niveles infrahumanos, permitiendo a una minoría de privilegiados beneficiarse de una mano de obra prácticamente gratuita, en muchos casos esclava. Con el tiempo y a pesar de la represión, el movimiento obrero se fue recuperando de la derrota sufrida en la guerra civil. Aunque ya hubo huelgas a finales de los 40 y en los 50, es en la década de los 60 cuando la lucha de los trabajadores experimenta un repunte decisivo. A finales de los años sesenta todas las fábricas más importantes del país habían participado en movimientos huelguísticos, con un alto grado de politización.
El torrente principal del movimiento obrero, espina dorsal de la lucha contra la dictadura, arrastró a otras capas sociales. De él surgieron organizaciones como Comisiones Obreras, cuyos militantes, muchos de ellos miembros del Partido Comunista, llevaron a cabo un combate denodado y tenaz contra la dictadura que no doblegó ni los despidos, ni la cárcel. La lucha contra la opresión nacional, especialmente brutal bajo el franquismo, jugó también un papel clave en el movimiento contra la dictadura, particularmente en Euskal Herria y Catalunya.
El empuje del movimiento obrero cogió al régimen franquista por sorpresa y la represión, en vez de atenuarse, se intensificó de forma brutal. Es interesante observar que el odiado Tribunal de Orden Público, creado en 1963 para reprimir la oposición política a la dictadura, concentra el 60% de sus procedimientos en sus últimos tres años de existencia (1974 a 1977). En los últimos coletazos de la dictadura, poco antes de la muerte de Franco, el 27 de septiembre de 1975, se perpetraron sus últimos cinco fusilamientos (en abril de 1963 se había ejecutado al dirigente comunista Julián Grimau y en agosto a los anarquistas Granado y Delgado, y más tarde, el 2 de marzo de 1974, se asesinó a garrote vil a Salvador Puig Antich).
Adolfo Suárez, el hombre que ha sido presentado como el campeón de la concordia, no movió un solo dedo para evitar estas muertes crueles. Pero hay mucho más que tampoco se cuenta. Bajo los gobiernos de Arias Navarro y de Suárez, tras la muerte del dictador en noviembre de 1975, más de cien militantes de la izquierda fueron asesinados por la Guardia Civil, la Policía o las bandas ultraderechistas amparadas por el aparato estatal. Suárez ya ejercía de “demócrata” por aquellos tiempos.
En los primeros meses de 1976, el movimiento obrero tomó un impulso irresistible. Madrid se puso a la cabeza de las movilizaciones y huelgas obreras durante todo el mes le enero, a las que siguieron otras en el resto de las zonas del Estado, llegándose a un punto culminante durante el mes de marzo en Euskadi. Por primera vez desde los años treinta, la lucha de los trabajadores de Vitoria cristalizó en la formación de organismos de poder obrero, las Comisiones Representativas que, establecidas inicialmente por los trabajadores en sus fábricas para organizar la huelga, se acabaron fusionando en un Comité Central de Huelga que incorporó a sus filas a representantes de las mujeres, los estudiantes y los pequeños comerciantes.
Las luchas de Vitoria en 1976 marcaron un movimiento que podía haberse transformado en el inicio de una verdadera revolución social. El temor a que el ejemplo de los trabajadores de Vitoria se contagiara al conjunto del Estado llevó a la burguesía a responder brutalmente: en la asamblea general del 3 de marzo, que reunió a 5.000 trabajadores en al Iglesia de San Antonio, la salvaje intervención armada de la policía se saldó con cinco muertos y más de cien heridos. Como consecuencia de la masacre se secundaron movilizaciones de solidaridad en todo el Estado y todo Euskadi se paralizó el día 8 en lo que constituyó la mayor huelga general desde los años treinta, con más de medio millón de obreros en paro. Fueron concedidas prácticamente todas las reivindicaciones de los trabajadores y durante aquellos años la clase trabajadora en todo el Estado obtuvo las mayores subidas salariales en cuarenta años. Las luchas de Vitoria dieron un golpe de muerte a la dictadura franquista.
La Transición
Efectivamente, pese a la represión, la inercia ya se había roto, la dictadura estaba sentenciada. Para la burguesía lo fundamental era evitar a toda costa que la caída del franquismo siguiera el mismo camino que la dictadura de Salazar en Portugal, donde tras el levantamiento de los capitanes del 25 de abril de 1974, el empuje del movimiento obrero llevó el país a una situación abiertamente revolucionaria. El control obrero en las fábricas y medios de comunicación, la radicalización hacia la izquierda de un sector del ejército, el castigo a los torturadores de la policía secreta, la PIDE, y la nacionalización de todos los sectores fundamentales de la economía, pusieron al capitalismo portugués al borde del abismo. Las posibilidades de triunfo de la revolución socialista eran evidentes.
En el caso del Estado español era evidente que la dictadura no se podía sostener, salvo riesgo de provocar un estallido revolucionario que barriera el capitalismo como sistema. Para preservar en lo fundamental el aparato estatal franquista y, por supuesto, el poder económico de las 100 familias, era necesaria una reforma institucional, acceder a las exigencias de libertades democráticas formales, para seguir conservando el timón en las cuestiones esenciales. Por eso, tras los acontecimientos de Vitoria, un sector decisivo de la burguesía decidió echar a los elementos más reaccionarios del Gobierno, como Arias Navarro, y apostar exclusivamente por un Gobierno de “reformistas”. Así, en julio de 1976, aparecía por primera vez en la escena el “superhombre” Suárez, como nuevo presidente del Gobierno.
Realmente Suárez, igual que Juan Carlos, designado Rey por el dictador Franco en 1969, no tenían ninguna autoridad política ante las masas, ni ninguna capacidad para contener el movimiento obrero y sus profundas aspiraciones de cambio social. Eran figuras profundamente ligadas al régimen franquista y así eran vistas por la inmensa mayoría de los trabajadores y la juventud. El éxito de Suárez en su apuesta por arrinconar a los elementos más recalcitrantes del bunquer, y así lograr una reforma que no supusiera una depuración a fondo con el régimen dictatorial y garantizase los intereses de la burguesía, dependía de forma decisiva del papel de los dirigentes del PCE, CCOO, PSOE y UGT. Y efectivamente, fueron fundamentalmente Carrillo y Felipe González los que otorgaron a destacados personajes del régimen, como Juan Carlos I y Suárez, la carta de naturaleza de “demócratas” y utilizaron toda su autoridad política para contener el movimiento de masas dentro de unos límites tolerables para el capitalismo.
Por supuesto que millones de trabajadores, campesinos y la mayoría de la pequeña burguesía aspiraban a conquistar derechos democráticos, como la celebración de elecciones, la legalización de partidos y sindicatos obreros, la libertad de expresión y de manifestación, etc. Pero estas eran solo una parte de los motivos que sostenían la lucha, la organización y el sacrificio de millones de jóvenes y trabajadores. Dentro de los aspectos democráticos también se demandaba la depuración y juicio a los responsables de la represión, de los asesinatos y de las torturas, o el derecho a la autodeterminación; en el plano social se aspiraba a un incremento del nivel de vida, de dignificación de los barrios, del derecho a una vivienda en condiciones, de una mejora de la sanidad y de la educación… Todas estas aspiraciones de cambio se podían haber defendido y vinculado, por parte de los dirigentes de las organizaciones sindicales y políticas de la izquierda, a un programa socialista basado en la nacionalización de la banca, los monopolios y los latifundios, en la expropiación completa y sin indemnización de la burguesía que había sostenido los crímenes del franquismo y que se lucró con ellos. La correlación de fuerzas en aquellos momentos era completamente favorable para una estrategia socialista de este tipo.
Sin embargo, con el argumento de que la correlación de fuerzas “no era favorable” para cambios más profundos, que lo fundamental era primero “consolidar la democracia” y luego, pospuesto a un futuro indefinido, vendría el socialismo, los dirigentes del PSOE y del PCE pactaron una Transición que dejaba intacto todo el aparato represivo del franquismo y el poder económico de la oligarquía. Claro que la legalización de los partidos de izquierdas y los sindicatos, y muchos otros avances de carácter social, fueron conquistas importantísimas. Pero fueron, efectivamente, conquistas producto de la lucha y no concesiones generosas de los supuestos “forjadores de la democracia”. Otro de los momentos culminantes de la lucha obrera en la llamada Transición fue la multitudinaria movilización de repulsa por el asesinato de los abogados laboralistas del PCE en la calle Atocha de Madrid, el 24 de enero de 1977. Si los dirigentes del PCE y de CCOO, que eran los que tenían más autoridad política y capacidad de organización en el movimiento obrero, hubieran hecho un llamamiento a la huelga general, una medida ampliamente esperada por el movimiento obrero, la agonizante dictadura se hubiera desplomado como un castillo de naipes, pudiendo ser también el inicio de una transformación social más profunda. Pero la consigna era el pacto, el consenso, la moderación. Aún así, el día del entierro, el 26 de enero, 300.000 trabajadores se declararon en huelga.
Bajo el criterio de alcanzar un gran pacto con los representantes recientemente convertido en demócratas de un régimen moribundo, se acordó una Constitución que atribuyó a la monarquía, heredera directa del franquismo, un papel central, a través de la firma de leyes, la jefatura del ejército o la disolución del parlamento. La ley de Amnistía encubrió una ley de Punto Final, dejando impunes los crímenes del franquismo hasta hoy en día. En la misma lógica de “consolidar la democracia” y resolver la crisis capitalista sobre bases capitalistas, los dirigentes del PCE, de CCOO, del PSOE y de UGT firmaron los Pactos de la Moncloa que implicaron importantes retrocesos salariales y del gasto público, así como una mayor facilidad para los despidos.
Fue el efecto desmovilizador de la política de pactos y consensos de los máximos dirigentes de la izquierda con los representantes de la dictadura (unido a otros factores como la restricción del voto a los mayores de 21 años) lo que dio el margen a que la UCD ganara, de forma muy ajustada, las elecciones de 1977 y 1979. Realmente el apoyo social de los gobiernos de Suárez fue muy endeble. Ni tenía la simpatía de los sectores más combativos de la población, ni tampoco de los sectores más reaccionarios de la burguesía y del aparato del Estado que consideraron, en un contexto de reflujo del movimiento obrero, que era el momento de pasar a la ofensiva.
El golpe de Estado de febrero de 1981 fue una prueba clara de que la política de concesiones por parte de los dirigentes obreros, que tenía como pilar fundamental dejar intacto el aparato represivo heredado del franquismo, no era ninguna garantía para la “consolidación de la democracia”. Si el golpe fracasó fue porque los sectores decisivos de la clase dominante se percataron de que, de llevarse a cabo, podrían enfrentarse a una respuesta masiva del movimiento obrero que abriera, de nuevo, una crisis revolucionaria. La dimisión de Suárez en 1981 y los resultados de las elecciones de 1982, que el PSOE ganó por mayoría absoluta, dejaron en evidencia el colapso de la UCD y su profundo desgaste. En las elecciones de 1986 Suárez vuelve a presentarse como cabeza de lista por el CDS obteniendo tan solo el 9% de los votos.
Aprender de la historia para no repetir los mismos errores
Ahora, al igual que en los años 70, existe una situación de enorme descontento social. La crisis capitalista y las medidas de recortes y ataques a los derechos conquistados, muchos de ellos alcanzados precisamente en la lucha contra la dictadura, han llevado a un profundo descrédito del sistema capitalista, sus instituciones y los partidos que las sostienen. La gigantesca movilización de 22-M ha puesto de nuevo de manifiesto el enorme potencial de lucha de la clase obrera. La intensa campaña de mitificación de Suárez no es casualidad. Tiene la doble tarea de eclipsar el papel decisivo de trabajadores en la derrota de la dictadura franquista y tratar de imbuir la idea de que será a través de un nuevo “gran pacto social” con el que se podrá “salir de la crisis”. Mientras apelan al consenso, afilan los cuchillos para más y más recortes y más medidas represivas y criminalizadoras contra la lucha de los jóvenes, de los trabajadores, de los parados, de todos aquellos que sufren las consecuencias de la descomposición del sistema capitalista.
Ahora, al igual que en los años 70, el movimiento obrero tiene la fuerza para acabar con la dictadura del gran capital. Tendremos nuevas oportunidades por delante si sacamos todas las lecciones de la lucha contra el franquismo, y la primera de ellas es la de desmontar la gran farsa de que nuestras conquistas democráticas y sociales fueron obra de unos cuantos franquistas que “desmontaron el régimen desde dentro”. Nuestro homenaje es para los miles de trabajadores y jóvenes de la izquierda que de verdad lucharon, entregando sus energías, su tiempo y en muchos casos su vida, y no para los franquistas convertidos a demócratas cuando su régimen se hundía, ni para los mentirosos que tratan de presentarlos como héroes.
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