Por Santiago Pérez
"Fuleco" - Mascota oficial de Brasil 2014 |
(Rio de Janeiro) - El Mundial encara su "sprint final", y si bien aun restan emociones intensas, lo vivido hasta aquí nos permite formular jugosas conclusiones. No quedan dudas que, desde una óptica exclusivamente organizacional, el torneo fue más exitoso de lo que se preveía. La amenaza del "não vai ter copa" (no habrá copa) tan repetida por manifestantes en los últimos doce meses se esfumó casi por arte de magia. El fútbol lo desplazó a todo y entusiasmó al pueblo brasileño. Las protestas, temidas por los organizadores, fueron de carácter marginal, nunca convocaron a más de un par de miles de personas y en ningún caso comprometieron el normal desarrollo del evento.
Rio de Janeiro fue el corazón de la Copa, invadida por turistas de todo el mundo entre los que se destacaron los latinoamericanos. Argentinos y chilenos, ayudados por la cercanía geográfica, llegaron masivamente por tierra y aire a la "Cidade Maravilhosa" transformando por momentos a la emblemática Avenida Atlántica en una arteria de Santiago o Buenos Aires. Los propios cariocas se vieron sorprendidos por la dimisión de la invasión, tornándose tema excluyente de conversación entre los locales quienes bromaban afirmando que "ahora los extranjeros somos nosotros".
A medida que el torneo avanzaba el gobierno de Dilma Rousseff veía recuperar su imagen. Las manifestaciones retrocedían, los estadios estaban llenos, la población disfrutaba de la increíble cifra de 8 feriados en 30 días y el seleccionado brasileño ganaba (sin gustar ni golear). Dentro de este contexto Dilma alcanzó su pico máximo de popularidad desde inicios de año, llegando su intención de voto hasta el 38% de cara a las presidenciales de octubre. El oficialismo hacía realidad su anhelado objetivo: capitalizar políticamente el status de anfitrión de la Copa.
Todo era una fiesta "verde amarelha" hasta que una sucesión de hechos desafortunados acabaron por modificar casi de la noche a la mañana y en forma radical el panorama nacional. Primero fue el rodillazo del colombiano Camilo Zúñiga sobre la espalda de Neymar, el cual no solo le fracturó una vértebra al ídolo brasileño sino que también dejó al "scratch" sin una estratégica pieza. La convalecencia del crack entristeció el clima general y precedió al trágico desenlace. El fantasma de Maracanãzo, presente en el imaginario futbolístico brasileño por 64 años, volvió recargado y en forma de Mineirãzo. Brasil 1, Alemania 7. "Salí a comprar cigarrillos y cuando volví perdíamos 5 a 0", le dijo a quien escribe estas líneas un carioca desconcertado. El partido terminó y con el la luna de miel de Felipão (Luiz Felipe Scolari), de Dilma y de millones de"torcedores". El descontento social, adormecido desde el 12 de junio, despertó en forma inmediata tras el paso de la aplanadora germana. La inflación, las pobres perspectivas económicas para lo que queda del año y los escándalos de corrupción volvieron a ocupar la escena. Todo sucedió en cuestión de horas. Dilma Rousseff intentó una respuesta rápida. Aun con el país en estado de shock, la Jefa de Estado concedió una entrevista a la CNN donde hizo hincapié en el éxito organizativo de la Copa, relativizando la importancia del resultado deportivo. En la cuenta oficial de Rousseff en Facebook puedo leerse: "Perdimos la copa, pero la#copadelascopas es nuestra".
La victoria de la Argentina sobre Holanda terminó de diseñar el peor de los finales. El próximo domingo Dilma Rousseff en persona hará entrega de la Copa del Mundo de la FIFA. Recibirá el trofeo de manos de la Mandataria o la Argentina (archirrival brasileño) o Alemania (verdugo de la más trágica jornada de la historia futbolística local). No sería de extrañar que, al igual que sucediera en el partido inaugural, una silbatina general se adueñe del Maracanã al momento de la intervención presidencial. Se trata, sin dudas, de un cuadro que ningún político quiere protagonizar a solo tres meses de un decisivo proceso electoral.
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