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Colombia: la violencia como arma política de la oligarquía

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El actual conflicto armado colombiano tiene su origen datado en 1964, año del nacimiento de las dos principales fuerzas insurgentes colombianas: Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Existe amplia coincidencia entre historiadores y politólogos en señalar sus antecedentes en 1946, año del inicio del período denominado “La violencia”, donde la confrontación política entre liberales y conservadores provocó un conflicto civil latente que a partir de 1948, con el asesinato del dirigente liberal y candidato presidencial Jorge Eliecer Gaitán, se convirtió en abierta confrontación violenta y generalizada hasta 1964, con más de 400.000 muertos en ese periodo. En esos años, liberales y conservadores acuerdan un reparto del poder político, alternancia entre ellos, para centrarse en combatir a los campesinos alzados, antes bajo las banderas liberales, ahora bajo las banderas de la insurgencia guerrillera de ideología marxista. Existen numerosos antecedentes que permiten situar el inicio de la violencia política en Colombia mucho antes, en la segunda mitad el siglo XIX, periodo también atravesado sucesivamente por guerras civiles entre liberales y conservadores hasta la denominada “guerra de los mil días” (1899-1902). Si difícil es señalar una fecha de  inicio exacto de La Violencia política en Colombia, en lo que existe unanimidad es en aceptar que la consolidación como país tras la independencia se ha realizado a la vez que las sucesivas campañas de desplazamiento forzado de la población campesina mediante el uso de una violencia descarnada.


La colonización de los territorios alejados de los grandes centros urbanos, -“tumbar selva”, esto es ganar territorio a la selva para la agricultura y ganadería- se impulsó por las oligarquías colombianas mediante el desplazamiento masivo de campesinos de los territorios en los que vivían, previamente ganados al monte o a la selva. Para obligar a tales desplazamientos las oligarquías ganaderas y terratenientes siempre han recurrido a dosis inimaginables de violencia, apropiándose así de inmensas extensiones de tierras aptas para su explotación sin más trabajo que expulsar periódicamente a los campesinos que previamente habían ganado esos terrenos a la selva, campesinos que volvían a empezar el proceso en la nueva frontera agrícola, cada vez más remota, para ser nuevamente desplazados 10 ó 20 años después, y así sucesivamente hasta nuestros días.

Podemos afirmar que la violencia estructural contra el campesinado colombiano y los sectores sociales y populares que los han apoyado o simplemente han denunciado esta violencia, ha sido la herramienta política que la oligarquía colombiana ha utilizado para colonizar todo el país, extender la frontera agrícola y dotar de cohesión política a un Estado siempre fragmentado social y geográficamente. Violencia como método de gobierno de una oligarquía criminal que siempre ha priorizado su enriquecimiento. Esa es la causa de surgimiento de la insurgencia guerrillera colombiana: los campesinos ejercieron su derecho a la rebelión para garantizar vidas y derechos de unas comunidades constantemente expulsadas por medios violentos de las tierras colonizadas, de la civilización, hacia tierras impenetrables.

En la actualidad Colombia vive su enésimo proceso de paz entre la insurgencia y ese estado construido mediante la violencia política. Desde noviembre de 2012 delegaciones de las FARC y del Gobierno colombiano intentan alcanzar un acuerdo político que pudiera poner fin a un conflicto armado que dura ya 50 años.  Probablemente, el ELN se sumará en breve a ese proceso, lo que incrementa las posibilidades de alcanzar una paz definitiva y estable. Aunque son muchos lo peligros que se ciernen sobre la paz, el principal es sin duda la absoluta falta de respeto de la oligarquía colombiana por los derechos fundamentales del pueblo colombiano y su tendencia a recurrir irrestrictamente a la violencia cada vez que vislumbra la hipótesis de pérdida de poder político o económico. Los antecedentes, lejanos y recientes, así lo ponen de manifiesto.

Ejecuciones extrajudiciales

En 1984, las FARC y el Estado colombiano pusieron en marcha un proceso de negociación del que surgió una nueva fuerza política que representaba los anhelos de paz y justicia social de la sociedad colombiana, la Unión Patriótica (UP), movimiento que en escasos años consiguió una importante cuota de poder municipal y se situó con firmeza como una alternativa política capaz de alcanzar la Presidencia de la República. Bastaron esas perspectivas para que se desplegara una feroz campaña de exterminio: dos candidatos presidenciales, cientos de alcaldes, miles de concejales, diputados y senadores, todos fueron asesinados durante la década de los 90 del siglo pasado, dando como resultado el exterminio de esta fuerza política tras el asesinato de al menos 6.000 de sus cuadros dirigentes y cargos públicos, muchos de ellos comunistas. Lo ocurrido con la UP es el único caso de “genocidio político” existente en Occidente tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, según han declarado tanto la Comisión como la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Tras la violenta eliminación de la Unión Patriótica alcanzar la paz en Colombia se volvió una opción más remota, y el conflicto armado interno volvió a reactivarse hasta nuestros días.

Colombia es desde hace más de dos décadas el país del mundo donde más defensores de derechos humanos, dirigentes comunitarios o indígenas y sindicalistas son asesinados cada año, y el segundo país del mundo en número de desplazados internos. Constituye práctica generalizada las ejecuciones extrajudiciales por parte de agentes del estado -miles de casos de “falsos positivos” desde 2004 hasta hoy- a la vez que son constantes las violaciones de derechos civiles por parte de las fuerzas policiales El último episodio ha sido la detención policial ilegal y tortura de un militante comunista, dentro de la sede del PC de Colombia en Bogotá.

Las bandas paramilitares de extrema derecha, al servicio de multinacionales extranjeras y detentadoras del negocio del narcotráfico, han ejercido y ejercen una violencia contra las comunidades campesinas que ha causado en los últimos 20 años decenas de miles de muertos en masacres de una sevicia inimaginable. Siempre lo han hecho con permisividad absoluta del estado -que las recompensó con una ley de impunidad en el año 2005- a cambio de que combatan a las guerrillas y a los sectores sociales y populares que apoyan procesos de transformación social, llegando a poner presidente de Colombia, a Álvaro Uribe (2002-2010).

Marcha Patriótica

Al calor del proceso de La Habana asistimos a una reorganización del mapa político de la izquierda colombiana, destacándose el surgimiento de un nuevo movimiento político popular, con fuerte implantación entre el campesinado, los jóvenes, los estudiantes, sectores académicos y trabajadores industriales, la Marcha Patriótica. Toda Colombia es consciente de que en caso de concluir exitosamente las conversaciones de La Habana, Marcha Patriótica podría ser el embrión de una nueva alternativa política en Colombia que haga posible una victoria electoral de la izquierda bolivariana que hoy día es fuerza hegemónica y gobierna en la mayoría de países de América del Sur. Y ante esa eventualidad surge nuevamente en escena la violencia política como herramienta de la oligarquía colombiana para impedir un triunfo democrático de la izquierda y los sectores populares: desde su constitución en 2013, son ya 29 los dirigentes y cuadros de Marcha Patriótica asesinados o desaparecidos, cientos los encarcelados -recientemente, su responsable de relaciones internacionales y profesor universitario Francisco Toloza- y varias decenas los que han tenido que exiliarse.

El éxito de las actuales conversaciones de paz de La Habana depende sin duda de dos factores: que se aborden y solucionen las causas estructurales que han provocado el largo y sangriento conflicto político, social y armado colombiano, y que la oligarquía colombiana renuncie definitivamente a la utilización de la violencia como instrumento político. Esperemos que esta vez, al enésimo intento, sea posible.

Publicado en el Nº 269 de la edición impresa de Mundo Obrero febrero 2014

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