Los berlineses han encontrado en la moda retro de la RDA una forma inocente de mirar al pasado y también un negocio l La capital alemana, Ostalgie aparte, se dispone a conmemorar 20 años después de la caída del Muro la fiesta de la libertadBerlín, la ciudad que se dispone a celebrar los veinte años de la caída del Muro y ha sido distinguida con el premio «Príncipe de Asturias» de la Concordia, ha sabido abrirse al mundo y, a la vez, conservar algunas de las señas de indentidad de un país, la RDA, que sólo duró cuatro décadas. El estilo «retro» sigue de moda tras la voladura del comunismo. Para la mitad de la población alemana, algunos de los objetos que ahora se encuentran en tiendas de segunda mano han formado parte de su vida. Este reciclaje nostálgico recibe el nombre de Ostalgie.
Luis M. Alonso
Resulta difícil imaginar algo que simbolice mejor la desaparecida República Democrática Alemana (RDA) que el viejo Trabant, conocido cariñosamente por los alemanes del Este por «Trabi». Durante el verano de 1989, poco antes de la caída del Muro, millares de personas huyeron por la frontera que se había abierto entre Hungría y Austria y cientos de Trabant quedaron atrás. Cuando el 9 de noviembre de aquel mismo año cayó el Muro los alemanes del Este que se precipitaban al otro lado a bordo de sus pequeños utilitarios eran recibidos con grandes muestras de alborozo por los vecinos occidentales que después se apresuraron a hacerse con los singulares vehículos que escapaban de la ratonera comunista. La imagen del «Trabi» reventando la inacabable pared que había separado durante décadas a los berlineses quedó grabada en muchas retinas durante la noche histórica de la libertad. Los Trabant han sido, al mismo tiempo que unos coches robustos de mecánica simple y bajo consumo, los mejores vehículos de la memoria. El escritor Marcel Beyer cuenta en «La noche que cayó el Muro», un libro donde se recogen los testimonios de varios autores, cómo los recuerdos del 9 de noviembre de 1989 están asociados a la fecha en que recibió su primer coche. Ulrike Draesner, cuya obra literaria se relaciona estrechamente con las imágenes grabadas de sus vivencias, escribía su tesis de doctorado en Munich y se enteró de lo que estaba ocurriendo cuando vio los primeros «Trabis» cruzando al otro lado mientras los pájaros carpinteros picoteaban por debajo de las garitas desde donde los vopos no hacía todavía mucho disparaban a quienes intentaban cruzar la frontera. El Trabant, antes de convertirse en un objeto de culto, fue durante años el objeto más deseado por los alemanes del Este, que tenían que esperar hasta diez años para hacerse con uno. Ahora que el sector del automóvil se propone relanzar en la feria de Francfort un nuevo modelo eléctrico de este coche, dotado de iPod y GPS, el «Daily Telegraph» recordaba una anécdota, que con el paso del tiempo se ha convertido en un chiste, sobre las famosas listas de espera del vehículo más popular de la RDA. «Un cliente que había encargado un Trabant recibió en junio de 1980 una llamada del vendedor que le informaba de que podía pasar a recoger el coche en la misma fecha de 1990. «¿Por la mañana o por la tarde?», preguntó el hombre. «Si todavía quedan diez años...», respondió el vendedor. «Ya lo sé, pero se lo pregunto porque el fontanero ha quedado en venir por la mañana». Con los viejos «Trabi» se siguen organizando «safaris» alrededor de la ciudad para que los turistas puedan conocer lo que queda de la auténtica Alemania del Este, por la Karl Marx Allee hacia adelante, más allá de las difusas líneas de Friedrichshain o en el Pankow que habitaban los oligarcas del comunismo. Berlín, la ciudad libre, ha querido mantener, veinte años después de todo aquello, el vínculo con su pasado reciente convirtiéndolo en la moda más duradera. «Ostalgie» (nostalgia del Este, «Ost» en alemán), de la misma manera que la «saudade» portuguesa, es un curioso estado de ánimo intraducible a otros idiomas. Quizá no haya nada mejor que poder administrar la libertad con la sensación de que en la odiada vida anterior no todo fue malo, o, en último caso, eso fue lo que tocó vivir. La onda de nostalgia por el mundo que acababa de desaparecer sobrevino a los pocos días de la caída del Muro y se ha mantenido por medio de tiendas de objetos de segunda mano que hacen a los berlineses viajar por un túnel a los tiempos de los monos de trabajo de fibra azul eléctrica, la loza marrón de flores anaranjadas, los polvorientos ositos de peluche de color blanco, los muebles de formica, los sofás de skay o los marcos dorados con fotos del ex jefe de Estado, Erich Honecker. A la vez, durante todos estos años se han ido abriendo establecimientos ambientados en la etapa anterior. Bares, discotecas y comercios de moda. El caso más sobresaliente es el del Hostal Ostel, situado en las inmediaciones de la Ostbanhof, la estación de ferrocarril del este de Berlín. La decoración, basada en los años sesenta y setenta, se debe a Daniel Helbig y Guido Sand y es un auténtico museo de la RDA, incluyendo elementos inspirados en los cuarteles de la antigua Policía secreta, Stasi. Los precios también pertenecen en algunos casos, los de las habitaciones de varias camas, al pasado. Los sociólogos hace tiempo que estudian este peculiar fenómeno de la nostalgia tras la reunificación alemana, que precisamente se puso en marcha con la rápida sustitución de los productos de la RDA por los de fabricación occidental sin que los alemanes del Este se olvidasen de lo que les rodeó durante años y sin evitar, tampoco, que a los vecinos les entrase una enorme curiosidad por comprobar cómo era la vida del otro lado. Al éxito en las pantallas de películas como «Good bye Lenin!» (2003), de Wolfgang Becker, «Sonnenallee» (1999), de Leander Haußmann, o «Kleinruppin forever» (2004), de Carsten Fiebeler, se sumó en 2006 «La vida de los otros», dirigida por Florian Henckel-Donnersmarck. Todas ellas tratan desde diferentes visiones el pasado de una ciudad dividida y que ahora, veinte años después de emprender una nueva etapa, se dispone a celebrar el próximo noviembre en la puerta de Brandeburgo la gran fiesta de la libertad. En Berlín, como predijo Willy Brandt, da la impresión de que se ha unido todo aquello que estaba hecho lo uno para lo otro y que la «guerra fría» separó. «Veinte años después, la ciudad se ha unido. No obstante, Este y Oeste continúan siendo algo más que puntos cardinales. La gente sigue teniendo sus biografías, naturalmente marcadas por sus respectivas experiencias de un lado del Muro o del otro. Y a veces surgen también diferentes emociones derivadas justamente de esas experiencias», explicó últimamente a propósito del aniversario berlinés el alcalde y gobernador de la capital federal, Klaus Wowereit. La ciudad, que vibra a otro ritmo desde hace veinte años, tiene como epicentro el Mitte, que a principios de los noventa se convirtió en un símbolo del fin de la «guerra fría». Por allí ha pasado la historia y sigue pasando en un Berlín donde la destrucción tras la Segunda Guerra Mundial fue tan masiva que apenas dejó cicatrices. A este barrio pertenecen tanto la elegante Unter den Linden como el Checkpoint Charlie, uno de los pasos fronterizos más conocidos y desde luego el más distinguido por la literatura y el cine. Ni la ciudad ni sus jirones han podido desprenderse de esa cualidad de museo que la adorna. Es más, lo que ha hecho es aprovecharse de la circunstancia para vender los entrañables signos del pasado y la desafiante libertad con que se ha enfrentado al presente. Las huellas del Muro marcan el recorrido en distintos puntos o estaciones, pero el reciclaje de la vida de los otros sirve también para que nadie se olvide de cómo era todo aquello. Los berlineses no cambian la libertad por nada, pero de la misma forma que se apresuraron a arrojar al contenedor los recuerdos que marcaron sus existencias durante cuatro décadas han sabido volver a él para recuperarlos o reproducir el modelo original. Había cosas horribles, desde luego, pero no todo podía ser tan malo, piensan algunos de los que vivieron allí. Hay quienes recuerdan con especial nostalgia los helados y aseguran que no han sido superados por la enorme variedad que ofrece el mercado veinte años más tarde. Algunos sabores, como los de la infancia, resultan insustituibles. Otros coleccionan vídeos con programas de la televisión comunista y hay quienes beben Vita-Cola, la Coca-Cola de la RDA. Y, por supuesto, están los Trabant, que también han sabido adaptarse a los nuevos tiempos.
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