Alambradas, zanjas y montones de escombros ocupan las calles principales. Fuerte sensación de una política de hechos en el fin de las ideologías. El capitalismo es un sistema especializado en hacer obras en el centro.
Relato basado en hechos reales. Salgo de mi refugio, después de un tiempo largo sumergido, y desemboco en la prisa descompuesta de la gran ciudad. Un perro apático, muy viejo, que vigila y guarda el castillete de palos y lonas de un mendigo, me ladra al paso, por razón de su oficio. Desechos humanos, echados en el suelo, en la puerta de los supermercados, elevan sus brazos a los que salen como si quisieran impedir el bombardeo de Guernica. La gente mira hacia otro lado y sigue su camino. Alambradas, zanjas y montones de escombros ocupan las calles principales. Fuerte sensación de una política de hechos en el fin de las ideologías. El capitalismo es un sistema especializado en hacer obras en el centro. En la sucursal del banco me informan que, dadas las circunstancias, y lo poco que dejan los pasivos, en poco tiempo habrá que pagar por tener los ahorros depositados en una cuenta. A menos que me decida a jugar en la ruleta del casino global del sistema financiero.
Mi óptico, antiguo especialista en pulir lentes, en el silencio de la tienda vacía, iluminada a media luz, se queja amargamente de la situación. Ya nadie cuida su mirada y son muy pocos los que se deciden a cambiar las gafas, aunque tengan los cristales rayados. Para lo que hay que ver. Jóvenes sentados en el suelo, con móviles en sus manos, repiten el sentido de la palabra obsolescencia con ese repiqueteo obsesivo de un examen inminente.
Hay grandes colas descompuestas esperando los autobuses. Las peleas son constantes a la hora de subir guardando un orden que nadie recuerda. Durante el viaje nadie se mira, nadie mira a ningún lado, nadie deja de mirar la nada, mientras se oyen por los altavoces las sucesivas paradas, ninguna de las cuales tiene nombre de destino reconocible. La gente mantiene esa expresión constante de la que hablaba Brecht, triste, tensa, acelerada, sin saber en ningún momento de dónde vienen ni adónde van.
Hay vendedores de lotería que intentan inútilmente atraer la atención de los viandantes señalando acordeones de papel marcados con números que abrirían las puertas de un futuro diferente. Por la calle de las Sierpes han pasado 12 militares, 130 jóvenes, 420 personas maduras, tres monjas, siete perros, 52 mujeres, muchas de ellas mirando al suelo, y una collera de colegiales. La gente mira los escaparates, dicen los tenderos, o puede incluso que entren en la tienda, pero nadie compra.
Casi todos los periodistas han sido despedidos y lo que aún conservan el puesto tienen más miedo que vergüenza, y por tanto nadie informa de algo que tiene todo el aspecto de una nueva contienda civil.
Mi óptico, antiguo especialista en pulir lentes, en el silencio de la tienda vacía, iluminada a media luz, se queja amargamente de la situación. Ya nadie cuida su mirada y son muy pocos los que se deciden a cambiar las gafas, aunque tengan los cristales rayados. Para lo que hay que ver. Jóvenes sentados en el suelo, con móviles en sus manos, repiten el sentido de la palabra obsolescencia con ese repiqueteo obsesivo de un examen inminente.
Hay grandes colas descompuestas esperando los autobuses. Las peleas son constantes a la hora de subir guardando un orden que nadie recuerda. Durante el viaje nadie se mira, nadie mira a ningún lado, nadie deja de mirar la nada, mientras se oyen por los altavoces las sucesivas paradas, ninguna de las cuales tiene nombre de destino reconocible. La gente mantiene esa expresión constante de la que hablaba Brecht, triste, tensa, acelerada, sin saber en ningún momento de dónde vienen ni adónde van.
Hay vendedores de lotería que intentan inútilmente atraer la atención de los viandantes señalando acordeones de papel marcados con números que abrirían las puertas de un futuro diferente. Por la calle de las Sierpes han pasado 12 militares, 130 jóvenes, 420 personas maduras, tres monjas, siete perros, 52 mujeres, muchas de ellas mirando al suelo, y una collera de colegiales. La gente mira los escaparates, dicen los tenderos, o puede incluso que entren en la tienda, pero nadie compra.
Casi todos los periodistas han sido despedidos y lo que aún conservan el puesto tienen más miedo que vergüenza, y por tanto nadie informa de algo que tiene todo el aspecto de una nueva contienda civil.
Publicado en el Nº 304 de la edición impresa de Mundo Obrero marzo 2017
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