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EN EL OESTE, DE ESPALDAS AL MURO



En Berlín Oeste la fuerzas vivas vivían más pendientes de Centroamérica que de lo que pasaba al otro lado de aquel brutal límite que partía la ciudad en dos En las calles de Waldemar y Sebastian, el Muro seguía un recorrido particularmente anguloso y caprichoso "Cuando levantaron el Muro nos quedamos sin nuestra parroquia", cuenta una vecina de la Waldemarstrasse.


RAFAEL POCH
En el frío invierno de 1981, ocho antes de su caída en el basurero de la historia, el Muro de Berlín no existía. Había existido en los años sesenta, cuando la propaganda occidental nos martilleaba con sus imágenes, las dramáticas historias reales y las embellecidas leyendas de los tránsfugas del "telón de acero", pero en los setenta había desaparecido.

De Berlín nadie se acordaba. Se sabía que existía una ciudad de tal nombre, antigua capital de Alemania, pero se había olvidado que para llegar a ella había que atravesar la RDA por una autopista especial, pasar unos controles rutinarios pero estrictos, y que la misma ciudad estaba dividida por un muro absolutamente extraordinario. "¿Un muro?, ah si, el Muro de Berlín...". Había que hacer memoria para acordarse de aquel concepto, oxidado en el recuerdo. Una realidad congelada Eso ocurría en parte porque el comercio Este/Oeste, dinámico y creciente pese a la segunda guerra fría, había convertido el muro en un arcaísmo, pero en parte también por una especie de amnesia. Las realidades de la guerra fría se habían congelado en un sueño eterno. Todo eso hacia que al llegar a Berlín Oeste y el muro te sorprendiera con su mineral y brutal presencia, dividiendo barrios y parentescos, cortando calles y separando familias. Nadie te había avisado de que aquello era tan bestia. La propaganda de los sesenta se había borrado, y, de todas formas, en España, la dictadura se había encargado de hacernos completamente inmunes a ella: todo lo que se decía del "comunismo", era falso, por definición. En Alemania la situación era diferente, y aun más extraña: la nación vivía totalmente de espaldas al hecho de su división. La "Ostpolitik" inaugurada años atrás por los socialdemócratas de Willy Brandt, era asunto de los políticos. Imbuida en el consumismo, la rechoncha sociedad germano-occidental fundamentalmente la ignoraba. En enero de 1981, en Berlín Oeste, entonces una ciudad vibrante e inquieta que vivía del subsidio, la gente política y socialmente más activa ignoraba por completo al Este. La progresía berlinesa estaba mucho más pendiente de la enésima "ofensiva final" de la guerrilla en El Salvador, o de la situación en Nicaragua, que de lo que ocurría en el Este de Europa. "Nikaraguistik" En la redacción de "Die Tageszeitung", el diario "alternativo" de Berlín, Centroamérica era la estrella. Había en marcha una campaña, "Armas para El Salvador", que recaudaba dinero para la guerrilla, y el diario informaba de todo aquello con gran lujo de detalles. Legiones de jóvenes alemanes estudiaban lo que los latinos denominábamos con sorna "Nikaraguistik", y se iban a la exótica América Central con el dinero de sus becas estudiantiles y sus mochilas, en las que se llevaban hasta el papel higiénico. Muchos de aquellos personajes vivían en Kreuzberg, el barrio de la "escena del cuero", unos tipos de aspecto y actitud hostil que resultaban ser de izquierdas, eran mantenidos por las subvenciones sociales de la república burguesa de Bonn, y vivían sin mezclarse en guetos con sus bares, sus comercios, sus agencias de viajes y su mundillo estrictamente separado de los otros mundos, el del emigrante turco o el de la clase media alemana local. Era la época en la que los gobierno carniceros de Centroamérica apoyados por la administración Reagan, alimentaban la matanza de 200.000 personas en América Central, el 1% de la población de los siete países. Aquel interés y compromiso estaba más que justificado, pero chocaba con la ignorancia hacia aquel otro mundo del Este. Y en una ciudad que era una isla occidental inserta en el Este, aquel mundo comenzaba, literalmente, al otro lado de la calle. Al salir de su casa en Kreuzberg, aquel sujeto de la chaqueta de cuero se topaba de narices con el muro, pero lo ignoraba, porque no existía. Del Este, de Berlín Este se desconocía todo en Berlín Oeste. Había un "Sozialistisches Osteuropakomitee", pero estaba formado, por ex ciudadanos del Este, checos, rumanos, húngaros, ex ciudadanos de la RDA... nunca por alemanes del Oeste. La general ignorancia del Este, naturalmente con algunas excepciones como la de políticos como la luego diputada verde Petra Kelly, que venía de Estados Unidos, retrataba a aquella "escena alternativa" tan teutona como los comunistas del KPD que Arthur Koestler había retratado en sus memorias medio siglo antes; dogmática hasta en su presunto antidogmatismo, capaz de discutir durante horas si en una WG, un piso comunal, los usuarios masculinos del retrete debían sentarse para hacer pipí, o dejar siempre bajada la taza del retrete. Aquella gente a veces tan dura y bruta como la clase media alemana que despreciaba, era la misma que ignoraba las realidades sociales y políticas de su entorno más inmediato, en beneficio de la exótica "Nikaraguistik". Su participación en la caída del muro, ocho años después, fue nula. Y lo mismo puede decirse del resto de la sociedad alemana occidental. Waldemarstrasse En pocos lugares el muro de Berlín era más apabullante que en los alrededores de la Moritzplatz de Kreuzberg. Aquello era el "finis Africae" de Berlín Occidental, un límite urbano marginal en el que los cacos abandonaban los coches desvalijados. En las calles Waldemar y Sebastian, el muro tenía un recorrido particularmente anguloso y caprichoso, sin parangón en el resto de la ciudad. En algunos lugares, durante varios centenares de metros, el muro apenas dejaba tres o cuatro metros entre los portales de las casas habitadas y su gris y teutona presencia. Aquel frío enero de 1981, ese fue uno de los primeros escenarios que fotografié. Veintiocho años después he regresado al lugar. No fue fácil reconocer los escenarios exactos. El cauce seco de un canal que después de la guerra fue rellenado con escombros y en los noventa fue recuperado y ajardinado, atraviesa la Waldemarstrasse, el límite del muro, y toda la zona de seguridad, desembocando en un gran estanque. Se han trazado nuevas calles y levantado edificios. Busco testimonios. En la Sebastianstrasse, en el mismo lugar en el que te topabas con el muro al salir de casa, encuentro a una pareja tomando el sol. Son nuevos vecinos. No saben. Otros son demasiado jóvenes para acordarse de nada. Finalmente encuentro a la Señora María Schingen, jubilada de setenta años de edad y vecina "desde siempre" de la Waldemarstrasse. Su lengua se desata a la vista de las fotos de su calle hace 28 años. "Esta es la Iglesia de San Miguel", dice mostrando la cúpula que aparece en el ángulo superior izquierdo de la foto. Fue levantada en 1861 para los 20.000 católicos del barrio. Por deseo del Kaiser Federico Guillermo IV, el templo debía parecerse a la Iglesia de San Salvador de Venecia, pero el resultado, del habitual ladrillo rojo, fue modesto. En abril de 1945 la iglesia fue destruida por las bombas, y aun lo está, pero un trozo se rehabilitó y se abrió ya en los cincuenta. "Era nuestra parroquia, la de los católicos del barrio". "Cuando levantaron el muro en 1961 nos quedamos sin ella. Pensamos que sería provisional, pero pasaban los años, el muro seguía ahí, así que en 1965 convertimos un local que había quedado de este lado en segunda parroquia de San Miguel", explica la Señora. "Han pasado veinte años desde la caída del muro, pero las dos comunidades católicas de lo que antes era un mismo barrio se han mantenido divididas", dice. "Los del antiguo Este siguen yendo a la parroquia original y nosotros a la nueva". "Tenemos más relación con los protestantes del Oeste que con los católicos del Este", explica. Veinte años después, la parroquia es como una metáfora de esta ciudad, aun hoy profundamente dividida en dos sectores.

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