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LAS PANTALLA DE HIERRO


Numerosas ediciones en DVD y grandes retrospectivas, entre ellas Rebels with a Cause, en el MoMA de Nueva York, vuelven a prestar atención a un cine que la caída del Muro había relegado injustamente al olvido: las películas producidas entre 1946 y 1990 por la fábrica estatal de cine de la República Democrática Alemana. Una retrospectiva en la Lugones y el estreno esta noche, en Canal 7, de una de las películas más significativas del ciclo, traen la discusión (y la nostalgia) a Buenos Aires.

Por Hugo Salas
Según el relato del crítico e historiador Ralf Schenk, “en mayo de 1946, el gobierno de Berlín entregó a los Estudios Althoff de Potsdam diez kilos de queso, veinte de manteca, treinta y cinco de fiambre, cien de pan, además de una enorme cantidad de cerveza, licor y cigarrillos. Si a un año de terminada la Segunda Guerra Mundial se hacía semejante entrega de alimentos, algo importante estaba por suceder. Y efectivamente, con bombos y platillos se anunció un acontecimiento político-cultural: la creación, en la zona de ocupación soviética, de la Deutsche Film-A.G. o DEFA, la primera empresa cinematográfica alemana de posguerra encargada de dedicarse a ‘la producción de películas de toda índole’”.
Como puede verse, la historia de este gran estudio de la ex Alemania del Este a descubrir la semana próxima en una interesante retrospectiva de la Sala Lugones (organizada por la Fundación Cinemateca Argentina y el Goethe Institut), presentada por el propio Schenk comienza temprano, tres años antes, incluso, del establecimiento oficial de la República Democrática Alemana (RDA), el 7 de octubre de 1949. Lo hace, sin embargo, con un propósito claro: “Representar la historia y el presente según la ideología del partido” (el SED, Partido Socialista Unificado de Alemania), siguiendo soviéticos lineamientos.
Durante 42 años, en efecto, la DEFA será testigo, partícipe y agente de prensa de la organización de ese Estado socialista, de sus fracturas, de la construcción en 1961 del “Muro de Contención Antifascista” y de sus últimos estertores, dejando un saldo de 950 largometrajes y cortos narrativos, 5800 documentales y 820 películas de animación. La fábrica de cine de la RDA sorprende en su variedad: no son sólo documentales con clara herencia, en sus mecanismos y procedimientos, del cine nazi (que, a su vez, se había copiado del soviético) sino películas de todo tipo, para adultos, para adultas, para niños, de animación, con un grado de multiplicidad y contenidos que excede los límites del pudoroso apto para todo público tan corriente de nuestro lado de la Cortina de Hierro.
Por otra parte, esta producción que en sus primeros años hereda las mismas bases de representación que por aquel momento pueden encontrarse en el cine “mundial” (así, en Los asesinos están entre nosotros, de 1946, resulta evidente la relación tanto con ciertos principios del neorrealismo italiano como del naturalismo poético francés e incluso el cine hollywoodense de posguerra), hacia los ’60 y ’70 encuentra un lenguaje peculiar, que no se reduce a las directrices del realismo socialista soviético. Huella de piedras (1966) o la extrañamente feminista El tercero (1972) dan cuenta de la aparición de juegos de fragmentación y heterogeneidad, de preguntas en torno del problema del espacio cinematográfico, que no carecen de originalidad y relevancia en el contexto de la producción de su momento.
No deja de ser paradójico que, mientras que una de sus últimas producciones, El Muro (Die Mauer, de Jürgen Böttner) que podrá verse esta noche en Canal 7 no es otra cosa que un documental sobre la destrucción de la célebre frontera de concreto que separaba la RDA de la RFA, la reunificación de 1990 deja a la DEFA a la deriva, al igual que tantas otras instituciones socialistas, y pronto resulta evidente que, mientras que en 1946 un estudio de cine de sus dimensiones y con ese tipo de funcionamiento, constituía la norma universal (ya fuera en Alemania, Estados Unidos o incluso la Argentina), a principios de los ’90, Occidente moderno (léase capitalista) no puede sino considerarla una estructura “a la vieja usanza”: burocrática, improductiva... en síntesis, cara, ante todo debido a su gran cantidad de empleados (a fin de cuentas, la DEFA siguió filmando en estudio-fábrica, con personal permanente, mucho tiempo después de que tal práctica fuera completamente abandonada por el resto del mundo). Oficialmente disuelta en 2002, sus estudios en Babelsberg pasaron a manos privadas.
Por aquel entonces, la euforia de la reunificación convencía a muchos alemanes de no querer conservar ningún souvenir del Este (salvo la súbita disponibilidad de gran cantidad de viviendas, un decidido aliciente habitacional del que aún hoy disfruta Berlín, una de las pocas capitales europeas donde es posible encontrar un alquiler razonable), dando inicio a un proceso que el año pasado se cobró una de sus últimas víctimas: el archi-simbólico Palacio de la República (Palast der Republik), construido en los ’70 bajo el gobierno de Honecker, sobre las tierras que antes ocupara el Palacio Real de Berlín (ya destruido por la Segunda Guerra). En esta ocasión, sin embargo –a diferencia de lo que ocurriera antes con el Ministerio de Asuntos Exteriores o el restaurante Ahornblatt–, un grupo de artistas e intelectuales hicieron oír sus voces; pasados los años, Alemania se divide entre los partidarios de borrar toda huella del Este y aquellos que creen necesario preservarlas. En esa tensión resultan significativas y comienzan a verse de nuevo estas películas, una tensión que, por otra parte, excede a la nación alemana hasta abarcar a todo Occidente, atravesado hoy por el dilema de enterrar los procesos socialistas del siglo XX como si hubieran venido de otra galaxia o asumirlos como parte de su propia historia.
Vistas con tales ojos, estas películas no dejan de resultar conmovedoras, ante todo por una serie de características que la mayoría de los críticos e historiadores, al contemplarlas con ojos liberales, pasan por alto con demasiada prisa. Mucho se insiste por ejemplo en las intenciones aviesamente propagandísticas de la DEFA. Y es cierto, esta producción cinematográfica tenía una función social definida que, por otra parte, nunca ocultó (vale la pena aquí repetir: “Representar la historia y el presente según la ideología del partido”). Ponderar en qué medida o grado dicha función bloqueó la creatividad individual, la personalidad, la expresión o la genialidad de los cineastas (entendidos como artistas burgueses), supone mirar estas películas olvidando, justamente, aquello en que radica su interés: que son socialistas; vale decir, producidas dentro de sistemas políticos que, acertados o no, buscaron cambiar determinados valores. Por otra parte (más allá de los mecanismos represivos y totalitarios ciertamente condenables de la RDA), el reparo da por supuesto que dentro de la producción cinematográfica de los países no socialistas nunca hubo injerencia del Estado sobre aquello que se podía y no podía filmar, prejuicio sólidamente desbaratado por la historia del propio Hollywood, amén de que considerar “falsa” la representación que estas películas muestran de la historia (e ignorarlas por ello), supone “fiel” la que se da de la misma, por ejemplo, en Casablanca o La diligencia.
Dejando de lado, entonces, el prejuicio, cabe considerar que en las películas de la DEFA, incluso las más vulgarmente “propagandísticas” suponemos que el Partido hubiera preferido llamarlas “informativas”, como sería el caso de los documentales Unidad SPD-KPD (1946), sobre la fusión de los partidos Socialdemócrata y Comunista en el Partido Socialista Unificado, o Quien ama la tierra (1973), testimonio colectivo del X Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, o el largo narrativo Berlín, esquina Schönhauser (1957), donde el obrero malo quiere irse al oeste y el bueno decide regresar a la RDA–, no sólo han quedado retratadas personas para quienes aquello era, más allá de la propaganda, convicción real, a modo de apasionado testimonio, sino que en cada proyección late, de manera ineludible, la utopía de los espectadores a quienes estaban dirigidas. Frente a cada segundo, cada fotograma, hay dos alternativas: o la postura condescendiente de quien las juzga ingenuas, erróneas, démodé (y con su propia actitud las condena al museo), o la del espectador activo dispuesto a preguntarse por qué hoy no pueden decirse ciertas cosas, por qué hoy esos apasionados discursos sobre el obrero, la solidaridad y la igualdad ni siquiera son pronunciables.

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