EL MILITANTE
Tras el triunfo de octubre de 1917 ningún otro acontecimiento de la lucha de clases mundial despertó más entusiasmo y cautivó con más fuerza la imaginación de los obreros rusos que la revolución alemana de 1918-1919. Karl Radek describió así el impacto que las noticias de la insurrección de los marineros de Kiel, en noviembre de 1918, causó en Moscú: “Decenas de millares de obreros estallaron en vivas salvajes. Yo no había visto nada igual. Luego por la tarde, obreros y soldados rojos desfilaban aún. La revolución mundial había llegado. Nuestro aislamiento había terminado”.
Las fuerzas motrices de la revolución alemana y la rusa son semejantes, y hunden sus raíces en la devastación de la guerra imperialista. La acción del proletariado alemán, paralizada temporalmente por la propaganda chovinista del Partido Socialdemócrata (SPD) y los sindicatos, experimentó un cambio brusco en el lapso de la guerra. La escasez y privaciones de la población, los miles de soldados masacrados en las trincheras y otros tantos mutilados y heridos que poblaban los hospitales, las derrotas en el frente y la insolencia de una burguesía y una casta militar ávida de conquista a la que no le importaba lo más mínimo el sufrimiento de su pueblo, precipitaron los acontecimientos. La irrupción de los marineros y los trabajadores de Kiel, el 9 de noviembre de 1918, desató el movimiento revolucionario poniendo punto y final al Reich y destronando al káiser. En una secuencia similar a las jornadas de febrero de 1917 que culminaron en el derrocamiento del zarismo, los soldados y trabajadores alemanes extendieron su poder por todo el país, conquistaron para la revolución la mayoría de las ciudades, incluyendo la capital Berlín, y crearon los consejos de obreros y soldados que disputaron al viejo régimen burgués y al Estado Mayor del ejército el derecho a dirigir la sociedad. En el transcurso de muy poco tiempo, los trabajadores alemanes demostraron una capacidad de sacrificio y una entrega sin igual a la causa del socialismo. El triunfo de la revolución socialista en Alemania pudo cambiar el curso de la historia posterior: ya no se trataba de un país atrasado sino de una potencia capitalista, con el proletariado más fuerte y mejor organizado del mundo.
La traición de la socialdemocracia
A diferencia de los soviets rusos, el poder encarnado por los consejos de obreros y soldados alemanes no logró imponerse al de la burguesía en el transcurso de la lucha. Pero el éxito de la revolución rusa y el fracaso en Alemania no fueron determinados por una mayor conciencia del proletariado ruso, o su mayor arrojo o valentía. La derrota de la Liga Espartaquista (la tendencia marxista revolucionaria alemana) y el asesinato de sus líderes, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, responden a otras causas. En primer lugar, la traición de la socialdemocracia que, en defensa del viejo orden burgués, selló una firme coalición con el Alto Mando del Ejército, los mismos oficiales que a las órdenes de Erich Ludendorff habían promovido la guerra imperialista, enviado a la masacre a cientos de miles de soldados y combatían con toda la intensidad posible la revolución triunfante en Rusia. Estos mismos líderes socialpatriotas, encabezados por Ebert y Scheidemann, aprendiendo de las lecciones de la revolución rusa y de los éxitos de Lenin, Trotsky y los bolcheviques, tomaron como la tarea inmediata y más importante el sabotaje de la revolución desde dentro, es decir, asegurarse el control de los consejos de obreros y soldados adoptando para ello todas las medidas necesarias, incluyendo su elección para dirigir su Comité Ejecutivo.
El programa de estos dirigentes socialdemócratas era claro: ganar el apoyo de la clase dominante y las masas de la pequeña burguesía a favor de una República capitalista y de orden, y descarrilar la revolución socialista de los trabajadores y los soldados apelando a las viejas fórmulas de “unidad nacional” y “Asamblea Constituyente”. Pero cuando esta estrategia chocó contra una resistencia frontal de la vanguardia de la clase trabajadora y de los oprimidos, los dirigentes reformistas de la socialdemocracia, que encabezaban el Consejo Ejecutivo de los Consejos y a su vez el gobierno de la República, no dudaron en lanzar a las fuerzas armadas de la contrarrevolución contra las masas obreras.
Desde enero a mayo de 1919, y en algunas zonas hasta bien entrado el verano, las fuerzas de la contrarrevolución, integrada por dirigentes y cuadros socialdemócratas, militares de derechas, militantes de partidos burgueses y futuros miembros de los cuerpos de choque nazi, jaleados por la prensa reaccionaria, protagonizaron una cruenta campaña de represión para liquidar por la violencia a los trabajadores revolucionarios y a sus dirigentes. Miles de proletarios y militantes comunistas, especialmente jóvenes obreros, fueron las víctimas de este terror, que presagiaba los años horribles del régimen nazi. Sobre esta base se fraguó la República de Weimar. En Berlín, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron detenidos, golpeados salvajemente y finalmente asesinados por las tropas de los freikorps conducidas por órdenes del ministro del Interior socialdemócrata, Gustav Noske. Como señala Sebastián Haffner: “Se puede comprobar fehacientemente que el asesinato de Liebknecht y Luxemburgo se planeó, como muy tarde, a principios de diciembre y se ejecutó de forma sistemática. Ya en estos primeros días de diciembre saltaban a la vista pancartas en todos los postes de anuncios, con el siguiente texto: ‘¡Obreros, ciudadanos! A la patria se le acerca el final. ¡Salvadla! Se encuentra amenazada, y no desde fuera, sino desde el interior por la Liga Espartaquista. ¡Matad a sus líderes! ¡Matad a Liebknecht! ¡Entonces tendréis paz, trabajo y pan! Fdo. Los soldados del frente!”1.
Esta alianza amparada por los dirigentes del SPD, que se convirtieron en el dique más seguro del régimen capitalista, tuvo un largo alcance: propició la maduración en el seno de los freikorps de las ideas que dieron carta de naturaleza a las futuras SA y SS y alentó a la camarilla militar que posteriormente nutriría el partido nazi. Una guerra civil contra la clase obrera, en la que la burguesía alemana realizó su primer ejercicio amplio de terror contrarrevolucionario, que pocos años después sistematizaría en el holocausto nazi.
El programa de estos dirigentes socialdemócratas era claro: ganar el apoyo de la clase dominante y las masas de la pequeña burguesía a favor de una República capitalista y de orden, y descarrilar la revolución socialista de los trabajadores y los soldados apelando a las viejas fórmulas de “unidad nacional” y “Asamblea Constituyente”. Pero cuando esta estrategia chocó contra una resistencia frontal de la vanguardia de la clase trabajadora y de los oprimidos, los dirigentes reformistas de la socialdemocracia, que encabezaban el Consejo Ejecutivo de los Consejos y a su vez el gobierno de la República, no dudaron en lanzar a las fuerzas armadas de la contrarrevolución contra las masas obreras.
Desde enero a mayo de 1919, y en algunas zonas hasta bien entrado el verano, las fuerzas de la contrarrevolución, integrada por dirigentes y cuadros socialdemócratas, militares de derechas, militantes de partidos burgueses y futuros miembros de los cuerpos de choque nazi, jaleados por la prensa reaccionaria, protagonizaron una cruenta campaña de represión para liquidar por la violencia a los trabajadores revolucionarios y a sus dirigentes. Miles de proletarios y militantes comunistas, especialmente jóvenes obreros, fueron las víctimas de este terror, que presagiaba los años horribles del régimen nazi. Sobre esta base se fraguó la República de Weimar. En Berlín, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron detenidos, golpeados salvajemente y finalmente asesinados por las tropas de los freikorps conducidas por órdenes del ministro del Interior socialdemócrata, Gustav Noske. Como señala Sebastián Haffner: “Se puede comprobar fehacientemente que el asesinato de Liebknecht y Luxemburgo se planeó, como muy tarde, a principios de diciembre y se ejecutó de forma sistemática. Ya en estos primeros días de diciembre saltaban a la vista pancartas en todos los postes de anuncios, con el siguiente texto: ‘¡Obreros, ciudadanos! A la patria se le acerca el final. ¡Salvadla! Se encuentra amenazada, y no desde fuera, sino desde el interior por la Liga Espartaquista. ¡Matad a sus líderes! ¡Matad a Liebknecht! ¡Entonces tendréis paz, trabajo y pan! Fdo. Los soldados del frente!”1.
Esta alianza amparada por los dirigentes del SPD, que se convirtieron en el dique más seguro del régimen capitalista, tuvo un largo alcance: propició la maduración en el seno de los freikorps de las ideas que dieron carta de naturaleza a las futuras SA y SS y alentó a la camarilla militar que posteriormente nutriría el partido nazi. Una guerra civil contra la clase obrera, en la que la burguesía alemana realizó su primer ejercicio amplio de terror contrarrevolucionario, que pocos años después sistematizaría en el holocausto nazi.
La dirección revolucionaria
La segunda traición de la socialdemocracia —la primera fue su apoyo a la guerra imperialista— no pudo ser neutralizada en esos momentos. Las insuficiencias políticas, teóricas y prácticas mostradas por los dirigentes de la izquierda revolucionaria —incluyendo a los líderes de la Liga Espartaquista— para crear en el transcurso de aquellos acontecimientos un partido marxista de masas (bolchevique) fueron evidentes y jugaron un papel muy negativo. Muchas de las discusiones teóricas entre Rosa Luxemburgo y Lenin, que ante los ojos de los militantes obreros aparecían en no pocas ocasiones como peleas secundarias y doctrinarias, adquirieron todo su peso y relevancia. Un hecho que no puede devaluar la tenacidad e insobornabilidad revolucionaria de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y otros muchos, que pagaron con el martirio su entrega a la causa del socialismo.
Un partido revolucionario no se puede improvisar. Cuando la cuestión del poder se decide por la intervención consciente de fuerzas sociales vivas, el espontaneísmo y la energía creadora de las masas, aún siendo decisivos, no pueden reemplazar a la táctica y la estrategia en la guerra de clases. El partido y los cuadros son imprescindibles para ganar a la mayoría de los explotados al programa de la revolución socialista a través de consignas y métodos adecuados. Sin un núcleo sólido y con raíces en el movimiento, que haya asimilado en profundidad las lecciones de las revoluciones pasadas, tanto las que acabaron victoriosamente como las derrotadas, es extremadamente difícil, por no decir imposible, elaborar las posiciones que cada momento demanda y combatir las tremendas presiones que alimenta una situación revolucionaria.
Rosa Luxemburgo, a través de la dura experiencia de aquellos días, y especialmente tras su fracaso en combatir las tendencias ultraizquierdistas en el congreso de fundación del Partido Comunista de Alemania (KPD), comprendió mucho mejor el papel insustituible que juega la dirección revolucionaria. Así lo señaló en su último escrito, que constituye todo un testamento político: “¿Qué podemos decir de la derrota sufrida en esta llamada Semana de Espartaco [se refiere a la semana de lucha armada en Berlín del 5 al 12 de enero de 1919] a la luz de las cuestiones históricas aludidas más arriba? ¿Ha sido una derrota causada por el ímpetu de la energía revolucionaria chocando contra la inmadurez de la situación o se ha debido a las debilidades e indecisiones de nuestra acción? ¡Las dos cosas a la vez! El carácter doble de esta crisis, la contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza, decidida, de las masas berlinesas y la indecisión, las vacilaciones, la timidez de la dirección ha sido uno de los datos peculiares del más reciente episodio. La dirección ha fracasado. Pero la dirección puede y debe ser creada de nuevo por las masas y a partir de las masas. Las masas son lo decisivo, ellas son la roca sobre la que se basa la victoria final de la revolución. Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta ‘derrota’ una pieza más de esa serie de derrotas históricas que constituyen el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta ‘derrota’ florecerá la victoria futura.
‘¡El orden reina en Berlín!’, ¡esbirros estúpidos! Vuestro orden está edificado sobre arena. La revolución, mañana ya ‘se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto’ y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”2.
Un partido revolucionario no se puede improvisar. Cuando la cuestión del poder se decide por la intervención consciente de fuerzas sociales vivas, el espontaneísmo y la energía creadora de las masas, aún siendo decisivos, no pueden reemplazar a la táctica y la estrategia en la guerra de clases. El partido y los cuadros son imprescindibles para ganar a la mayoría de los explotados al programa de la revolución socialista a través de consignas y métodos adecuados. Sin un núcleo sólido y con raíces en el movimiento, que haya asimilado en profundidad las lecciones de las revoluciones pasadas, tanto las que acabaron victoriosamente como las derrotadas, es extremadamente difícil, por no decir imposible, elaborar las posiciones que cada momento demanda y combatir las tremendas presiones que alimenta una situación revolucionaria.
Rosa Luxemburgo, a través de la dura experiencia de aquellos días, y especialmente tras su fracaso en combatir las tendencias ultraizquierdistas en el congreso de fundación del Partido Comunista de Alemania (KPD), comprendió mucho mejor el papel insustituible que juega la dirección revolucionaria. Así lo señaló en su último escrito, que constituye todo un testamento político: “¿Qué podemos decir de la derrota sufrida en esta llamada Semana de Espartaco [se refiere a la semana de lucha armada en Berlín del 5 al 12 de enero de 1919] a la luz de las cuestiones históricas aludidas más arriba? ¿Ha sido una derrota causada por el ímpetu de la energía revolucionaria chocando contra la inmadurez de la situación o se ha debido a las debilidades e indecisiones de nuestra acción? ¡Las dos cosas a la vez! El carácter doble de esta crisis, la contradicción entre la intervención ofensiva, llena de fuerza, decidida, de las masas berlinesas y la indecisión, las vacilaciones, la timidez de la dirección ha sido uno de los datos peculiares del más reciente episodio. La dirección ha fracasado. Pero la dirección puede y debe ser creada de nuevo por las masas y a partir de las masas. Las masas son lo decisivo, ellas son la roca sobre la que se basa la victoria final de la revolución. Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta ‘derrota’ una pieza más de esa serie de derrotas históricas que constituyen el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por eso, del tronco de esta ‘derrota’ florecerá la victoria futura.
‘¡El orden reina en Berlín!’, ¡esbirros estúpidos! Vuestro orden está edificado sobre arena. La revolución, mañana ya ‘se elevará de nuevo con estruendo hacia lo alto’ y proclamará, para terror vuestro, entre sonido de trompetas: ¡Fui, soy y seré!”2.
1. Sebastián Haffner, La revolución alemana (1918-1919), Editorial Inédita, Barcelona 2005, p. 159.
2. Rosa Luxemburgo, El orden reina en Berlín, 14 de enero de 1919.
2. Rosa Luxemburgo, El orden reina en Berlín, 14 de enero de 1919.
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