Dado que cada vez somos menos originales, he decidido sumarme al carro de la vulgaridad y hacer, también yo, por primera vez en mi vida, una lista de propósitos para este nuevo año que empieza. Estoy tan decidido a cumplirlos que he pensado en suprimir de la lista aquellos que ya sé que no voy a conseguir, como por ejemplo adelgazar unos kilillos, no enfadarme al ver las noticias en la televisión, ser respetuoso con los que no lo son o mantener la boca cerrada cuando las circunstancias y, sobre todo el bolsillo, lo indican. Así dedicaré toda mi energía y voluntad a los pocos que me he marcado. Dos, para ser exacto y además, si cumplo uno, éste me llevará inexorablemente a cumplir el otro.
Lo de los dos propósitos marcados tienen también dos ventajas. Una es dejar de ser un bicho raro y empezar, por tanto, a marcarme metas como todo quisqui y la otra, solucionar mi maltrecha economía, reducida a un sin vivir gracias a mi empeño de seguir, todavía a mi edad, viviendo en la bohemia. Todo se me ocurrió pensando en cómo había caído en desuso, no solo mi oficio, sino la calificación del gremio en el que me enmarco, trabajador de la cultura. Sabiendo la escasa importancia que se le da al producto, quiero decir a la Cultura, confundiéndola las más de las veces con espectáculo o asimilándola a la educación, cuando esta última son los cimientos sobre los que construir una y mil veces el edificio múltiple e imprevisible que es la cultura, ¿qué importancia se le va a dar a quién se dedica, como paciente agricultor, a cultivarla? Cualquiera puede hacerlo, dicen los defensores de la tecnología y todo vale, menos la emoción. Y es que a nadie se le ocurriría que un amiguete te hiciera la fontanería del chalet si es que los conocimientos de dicha persona no van más allá de haberse comprado una llave inglesa y un soplete, pero con lo nuestro es distinto. Y aunque tal vez, como Bartolo y su flauta, de repente ésta suene y de los grifos mane agua pura y cristalina y los desagües desagüen lo que tienen que desaguar, no se podría decir que el amigo en cuestión es fontanero. Crear también es, de alguna manera, un oficio y como tal requiere técnica, estudio y muchas horas, para intentar que quien la recibe sienta o comprenda. Es algo que, desde el más lejano ayer, está en discusión y más hoy en día, que cuando uno pulsa una tecla de un determinado programa informático y parece que suena una orquesta y parece que uno ha orquestado y creado la partitura, entonces uno, no sólo se siente músico, sino que se lo cree.
Así que entre estos dilemas físicos y metafísicos, entre la dedicación exclusiva a la economía cultural y no a la necesidad de la Cultura y su justa distribución y fomento que puede leerse en el programa político de todos los partidos y urgido por la extendida creencia que la Cultura no debe pagarse, he decidido cambiar de profesión y hacerme Infanta.
Es un trabajo fácil y para el que creo estoy bien dotado. Hace falta tener una buena percha –que todavía conservo-, saber poner cara de circunstancias cuando éstas lo requieran, leer de forma más o menos comprensible los discursos que te escriben –en eso se ahorraría, porque podría escribírmelos yo mismo-, acudir a fiestas y recepciones –en lo que estoy experimentado– y saber mantener con estilo una copa de cava en la mano. Estudios no se requieren, con haber nacido en una familia conocida, creo que bastaría, dado que según la intocable y sacrosanta Constitución, todos somos iguales. Lo del árbol genealógico, con un poquito de wikipedia y photoshop, puede arreglarse, que a ver si sólo se van a poder piratear las películas.
Como decía antes, si cumplo mi primer propósito, que es hacerme Infanta, tendré resuelto el otro, que consiste en hacer lo que me dé la gana sin tener que rendir cuentas a nadie, que para eso soy Infanta. Además, aparte del sueldo oficial, siempre, aunque no trabaje, tendré un trabajo en un banco –para cuando me jubile– y si cometo algún desmán, la fiscalía vendrá en mi ayuda.
Queda lo del cambio de sexo. Pero creo que eso, a diferencia del dentista, sí que lo cubre la Seguridad Social.
Lo de los dos propósitos marcados tienen también dos ventajas. Una es dejar de ser un bicho raro y empezar, por tanto, a marcarme metas como todo quisqui y la otra, solucionar mi maltrecha economía, reducida a un sin vivir gracias a mi empeño de seguir, todavía a mi edad, viviendo en la bohemia. Todo se me ocurrió pensando en cómo había caído en desuso, no solo mi oficio, sino la calificación del gremio en el que me enmarco, trabajador de la cultura. Sabiendo la escasa importancia que se le da al producto, quiero decir a la Cultura, confundiéndola las más de las veces con espectáculo o asimilándola a la educación, cuando esta última son los cimientos sobre los que construir una y mil veces el edificio múltiple e imprevisible que es la cultura, ¿qué importancia se le va a dar a quién se dedica, como paciente agricultor, a cultivarla? Cualquiera puede hacerlo, dicen los defensores de la tecnología y todo vale, menos la emoción. Y es que a nadie se le ocurriría que un amiguete te hiciera la fontanería del chalet si es que los conocimientos de dicha persona no van más allá de haberse comprado una llave inglesa y un soplete, pero con lo nuestro es distinto. Y aunque tal vez, como Bartolo y su flauta, de repente ésta suene y de los grifos mane agua pura y cristalina y los desagües desagüen lo que tienen que desaguar, no se podría decir que el amigo en cuestión es fontanero. Crear también es, de alguna manera, un oficio y como tal requiere técnica, estudio y muchas horas, para intentar que quien la recibe sienta o comprenda. Es algo que, desde el más lejano ayer, está en discusión y más hoy en día, que cuando uno pulsa una tecla de un determinado programa informático y parece que suena una orquesta y parece que uno ha orquestado y creado la partitura, entonces uno, no sólo se siente músico, sino que se lo cree.
Así que entre estos dilemas físicos y metafísicos, entre la dedicación exclusiva a la economía cultural y no a la necesidad de la Cultura y su justa distribución y fomento que puede leerse en el programa político de todos los partidos y urgido por la extendida creencia que la Cultura no debe pagarse, he decidido cambiar de profesión y hacerme Infanta.
Es un trabajo fácil y para el que creo estoy bien dotado. Hace falta tener una buena percha –que todavía conservo-, saber poner cara de circunstancias cuando éstas lo requieran, leer de forma más o menos comprensible los discursos que te escriben –en eso se ahorraría, porque podría escribírmelos yo mismo-, acudir a fiestas y recepciones –en lo que estoy experimentado– y saber mantener con estilo una copa de cava en la mano. Estudios no se requieren, con haber nacido en una familia conocida, creo que bastaría, dado que según la intocable y sacrosanta Constitución, todos somos iguales. Lo del árbol genealógico, con un poquito de wikipedia y photoshop, puede arreglarse, que a ver si sólo se van a poder piratear las películas.
Como decía antes, si cumplo mi primer propósito, que es hacerme Infanta, tendré resuelto el otro, que consiste en hacer lo que me dé la gana sin tener que rendir cuentas a nadie, que para eso soy Infanta. Además, aparte del sueldo oficial, siempre, aunque no trabaje, tendré un trabajo en un banco –para cuando me jubile– y si cometo algún desmán, la fiscalía vendrá en mi ayuda.
Queda lo del cambio de sexo. Pero creo que eso, a diferencia del dentista, sí que lo cubre la Seguridad Social.
Publicado en el Nº 292 de la edición impresa de Mundo Obrero enero 2016
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