Lenin, para ser rigurosos, no es que regrese, sino que nunca se ha ido, a pesar de que se eliminó la denominación concerniente, al grito de viva Lenin, en aquel Congreso que, con esta medida, parecía alcanzar la apertura a la modernidad del viejo PCE. Carrillo anunció aquella eliminación desde el corazón de una de las universidades más reaccionarias de los Estados Unidos y después, ya en España, dada la polvareda interna que se generó, explicó que quitando lo de “leninismo” podríamos subir al 25% de los votos.
Lenin siempre ha estado bajo el dintel de la puerta grande de la historia del PCE. Siempre profundamente admirado y querido por la militancia, desde el cerebro y el corazón (recuerdo que el corazón tiene 40.000 neuronas). Y no se trata del Lenin que nos “explicó” el historicismo oficial, sino de un Lenin profundamente dialéctico y creativo, muchas veces dueño de una capacidad de improvisación sorprendente (dados los cambios que planteaba al final, ante la perplejidad de algunos, llegó a citar, para justificarlos, a Goethe: La teoría es gris, pero el árbol de la vida es verde).
Meses antes de la revolución, en Zurich, en una conferencia a jóvenes en la casa del pueblo, llegó a decir que ellos sí verían la revolución, porque era ineluctable, aunque él, dadas las circunstancias, no llegaría a vivirla. Pocos meses después, incardinándose en el soviet de Petrogrado con los que exigían una aceleración del proceso, entre ellos Alejandra Kollontai, y al par que preparaba alianzas fundamentales que empezarían a cambiar la naturaleza del poder, gritó aquello de “Todo el poder a los soviets”, superando los límites del partido y dando carta de naturaleza a un proceso constituyente en la calle, paralelo al que oficialmente estaba convocado por vía parlamentaria.
Lenin y los suyos, entre ellos los determinantes bolcheviques, armados anteriormente por Kerenski, no entraron desfilando en el Palacio de Invierno a hacerse con el Santo Grial del Poder. Un poder que no era eso, que nunca es eso; hablamos específicamente de una relación. Y Lenin supo acelerar las cosas para crear una nueva relación que contenía los elementos fundamentales de un contrapoder que era alternativa al gobierno, al estado y al modelo de sociedad; que contenía la estructura de otras relaciones sociales de producción para, como dijo en su poema a la revolución de 1905, ser capaces de edificar una vida nueva.
Es esa determinación, ese atrevimiento hasta las últimas consecuencias; es la capacidad para impedir que la hierba no te deje ver crecer la hierba de un sujeto histórico que demanda los cauces finales de una unidad amplia antes de tomar el poder (el fantasma se hace contrapoder, se hace gobierno del pueblo); es la comprensión del movimiento general y cómo este es dable de acelerar y hacer que apunte en la misma dirección; es el encuentro del partido con el sujeto histórico en la calle, abriendo las puertas de los palacios sin necesidad de disparar un tiro… De eso hablamos cuando hablamos de Lenin. Bastaría con leer “El estado y la revolución” o, simplemente, las tesis de abril.
Lenin siempre ha estado bajo el dintel de la puerta grande de la historia del PCE. Siempre profundamente admirado y querido por la militancia, desde el cerebro y el corazón (recuerdo que el corazón tiene 40.000 neuronas). Y no se trata del Lenin que nos “explicó” el historicismo oficial, sino de un Lenin profundamente dialéctico y creativo, muchas veces dueño de una capacidad de improvisación sorprendente (dados los cambios que planteaba al final, ante la perplejidad de algunos, llegó a citar, para justificarlos, a Goethe: La teoría es gris, pero el árbol de la vida es verde).
Meses antes de la revolución, en Zurich, en una conferencia a jóvenes en la casa del pueblo, llegó a decir que ellos sí verían la revolución, porque era ineluctable, aunque él, dadas las circunstancias, no llegaría a vivirla. Pocos meses después, incardinándose en el soviet de Petrogrado con los que exigían una aceleración del proceso, entre ellos Alejandra Kollontai, y al par que preparaba alianzas fundamentales que empezarían a cambiar la naturaleza del poder, gritó aquello de “Todo el poder a los soviets”, superando los límites del partido y dando carta de naturaleza a un proceso constituyente en la calle, paralelo al que oficialmente estaba convocado por vía parlamentaria.
Lenin y los suyos, entre ellos los determinantes bolcheviques, armados anteriormente por Kerenski, no entraron desfilando en el Palacio de Invierno a hacerse con el Santo Grial del Poder. Un poder que no era eso, que nunca es eso; hablamos específicamente de una relación. Y Lenin supo acelerar las cosas para crear una nueva relación que contenía los elementos fundamentales de un contrapoder que era alternativa al gobierno, al estado y al modelo de sociedad; que contenía la estructura de otras relaciones sociales de producción para, como dijo en su poema a la revolución de 1905, ser capaces de edificar una vida nueva.
Es esa determinación, ese atrevimiento hasta las últimas consecuencias; es la capacidad para impedir que la hierba no te deje ver crecer la hierba de un sujeto histórico que demanda los cauces finales de una unidad amplia antes de tomar el poder (el fantasma se hace contrapoder, se hace gobierno del pueblo); es la comprensión del movimiento general y cómo este es dable de acelerar y hacer que apunte en la misma dirección; es el encuentro del partido con el sujeto histórico en la calle, abriendo las puertas de los palacios sin necesidad de disparar un tiro… De eso hablamos cuando hablamos de Lenin. Bastaría con leer “El estado y la revolución” o, simplemente, las tesis de abril.
Publicado en el Nº 307 de la edición impresa de Mundo Obrero junio 2017
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