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Álvaro Aguilera *
Recuerdo aún aquella noche tibia en el barrio de La Lisa, a las afueras de La Habana. Serían las dos de la madrugada y tomaba ron con mi amigo El Negro y mi hermano José (no hermano de sangre sino de corazón, que es tan importante o más) en una terraza. Fumábamos cigarros marca criollos mientras hablábamos de política, de revolución, de vida. Olía (parece que estuviera allí ahora mismo, es curioso) a gasolina y a aguacate. De vez en cuando pasaba un coche, ladraba un perro o saludaba algún vecino que regresaba a casa. La humedad era espesa y el calor pegajoso como el ron.
Fidel se había retirado de la vida pública hacía unos dos años y mis compañeros de charla recordaban anécdotas del comandante. Yo escuchaba asombrado. Ellos sabían que yo era comunista, pero lo habían olvidado o lo habían querido olvidar. No sabían que yo me había hecho comunista, al principio de los principios, entre otras cosas porque admiraba profundamente a aquel barbudo que hizo la revolución con apenas una quincena de camaradas y que le plantó cara al imperio durante más de cincuenta años a apenas noventa millas de sus costas. No lo sabían pero ninguna falta les hacía. Hablaban de Fidel como se habla de un vecino al que se admira; no como del jefe del gobierno, el líder del pueblo o títulos por el estilo, sino como de un amigo cercano que se ha ganado la admiración del barrio a fuerza de dar ejemplo.
En un momento dado cometí el error fatídico de formular la temida pregunta: “¿Y cuando muera, qué?”
Se hizo un silencio denso que pareció tragarse el mundo. Los ojos del Negro se volvieron más negros aún que el resto de su cuerpo y los de José se llenaron de una nostalgia preventiva. Sin pretenderlo, había convocado en la conversación a los fantasmas de la incertidumbre y la orfandad. El Negro fue el que rompió el mutismo, pasados unos largos segundos, con una frase que nunca olvidaré: “Fidel no se va a morir nunca, Álvaro… ni aunque se muera”.
Después, regresamos al buen humor, lejos de melancolías taciturnas, y a la conversación alegre hasta que despuntó el sol sobre nuestras cabezas. Atrás quedaba la noche y la pregunta que pudo nublarla por un momento. Esa es la magia de Cuba: del llanto a la risa en un segundo sin solución de continuidad.
Cuando el pasado sábado me dijeron que Fidel había muerto, un nudo atenazó mi garganta y todas las tristezas de este mundo se agarraron a mi pecho. Lloré como si un familiar o un amigo muy querido se hubiera marchado. No lo podía creer. No lo quería creer.
Marcos Ana, otro referente comunista imprescindible, nos había dejado apenas veinticuatro horas antes. Demasiada muerte, demasiada tristeza para un sábado lluvioso de noviembre. Vaya día…
En la televisión, un lacayo del capital hablaba de dictadura, represión y no sé cuantas estupideces más. De fondo, imágenes de un gigante de la historia vestido con traje verde olivo saludando a un niño. Me enfurecí contra las palabras de aquel ser abyecto que celebraba la muerte de Fidel Castro. Fue en ese instante cuando recordé las palabras del Negro, cuando los ojos empapados de nostalgia de José me asaltaron felizmente. “No se va a morir nunca, Álvaro…” Por mucho que aquel supuesto periodista celebrara, el comandante no se iba a morir nunca. Era un alivio.
Pensé entonces en mi otra casa, que no es mía pero como si lo fuera, allá en el barrio de La Lisa; pensé en todos mis amigos cubanos, siempre críticos pero leales a la revolución, y en que Fidel ya había sido juzgado por su pueblo, por la mayoría de los cubanos y las cubanas. Y supe cuál era el veredicto para el gigante verde olivo: absuelto por la historia, querido como un amigo al que se admira y no como a un jefe del estado. Entendí, al cabo, con claridad y exactitud, que todos los mitos empiezan así, con el amor de la gente sencilla, humilde, con el cariño leal de un pueblo. No se va a morir nunca… Ni aunque se muera.
El legado de Fidel, gracias José y Negro por enseñármelo, es inmortal porque cuenta con la ternura y la gratitud de los pueblos oprimidos, porque vive en todos los corazones revolucionarios que luchan por un mundo mejor y más justo. El legado de Fidel trasciende el odio de los rabiosos agentes del imperialismo porque se asienta sobre la ternura de sus nobles ideales. El legado de Fidel es un pueblo, el cubano, digno en las duras y las maduras, enhiesto frente a las dificultades y las agresiones, orgulloso de construirse cada día.
No. No se va a morir nunca aunque haya muerto. Y gracias a esa seguridad puedo gritar, a pesar de la tristeza que no se va del todo, aquello de: ¡Aquí no se rinde nadie, carajo!
Gracias, comandante. ¡Hasta la victoria siempre! ¡Venceremos!
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