Asistí a la primera asamblea del 15–M que se celebró en el pequeño pueblo de la Sierra de Madrid donde vivía. Tengo que decir que me emocionó ver la plaza abarrotada de gente, más en un lugar donde impera el caciquismo y la incultura política es algo generalizado. Pero allí estaban mis vecinos, deseosos de cambiar el mundo, diciendo basta a una estructura social, no sólo caduca, sino sobre todo injusta. El médico compartía espacio con el parado, el ama de casa con la joven licenciada, el jubilado con el abnegado oficinista. Todos indignados y todos haciendo uso, finalmente, de su recién descubierta voz.
Tras las primeras intervenciones, y un poco aburrido de escuchar disertaciones varias sobre la forma de organizarse, decidí pedir la palabra. Más o menos recuerdo que dije que la mejor manera de organización era la acción, a lo que observé gestos raros por parte de quienes actuaban como secretarios y moderadores. Luego, preso yo también –he de reconocerlo– de una suerte de euforia revolucionaria, argumenté que si estábamos allí todos juntos, tostándonos al sol del incipiente verano castellano, para qué perder el tiempo con tantas disquisiciones. Antes que nada debíamos sentar las bases sobre las que todos los allí presentes se suponía estábamos de acuerdo y esas no eran otras que el rechazo a la monarquía como expresión de la voluntad popular, el respeto al medio ambiente, la igualdad de sexos, el derecho a la libre circulación de personas, la defensa y efectividad de lo público, el reparto justo de las riquezas, el laicismo y la abolición del ejército, o al menos, la oposición radical a la guerra como solución de los conflictos. En fin, creía yo que, si habíamos acudido a la Asamblea, desafiando a las hordas retrógradas y fascistas que por el pueblo campan a sus anchas, era porque todos estábamos por la labor de construir otro mundo más justo y mis argumentos se correspondían con éste.
Pero no fue así. De inmediato surgieron voces por doquier y todas con la misma cantinela: “¡Benito, no empieces con la política!”. ¡Ah!, ¿pero no era eso lo que estábamos haciendo allí reunidos?.
Luego, más tarde, acabada ya la reunión, comentando con amigos el suceso, llegué a la conclusión que lo que más había motivado la censura a mis palabras era la alusión al laicismo y al ejército. Lo primero podía hasta llegar a entenderlo visto el arraigo cultural que tiene la secta cristiana tras más de 500 años de asociación con el Estado, pero ¿lo del ejército?, eso sí que no me entraba en la cabeza. ¿Puede alguien defender una institución cuyos fines son la muerte de congéneres? ¿Alguien puede creer sinceramente que toda esa caterva de oficiales y rudos muchachotes están para defendernos de una posible invasión? ¡Si ya estamos invadidos por una legión de bancos y multinacionales de ese país llamado dinero! ¿Qué ha sido de las llamadas intervenciones humanitarias? El burka sigue impuesto, las primaveras árabes aniquiladas, el hambre impera en Haití, el Mediterráneo se ha convertido en una inmensa fosa común donde yacen aquellos a los que, tras haberles expulsado de su hogar, acuden en busca de un futuro. ¿Han servido y sirven para algo más que para asegurar el saqueo de bienes y materias primas a manos de las empresas que rigen los destinos del mundo?
Se nos vendió la OTAN como el mal necesario para alejar el golpismo de nuestro país y acercarnos a esa Europa que tanto envidiábamos durante la Dictadura. Pero ya entonces era una organización terrorista y lo sigue siendo ahora.
¡¡OTAN NO!!
Tras las primeras intervenciones, y un poco aburrido de escuchar disertaciones varias sobre la forma de organizarse, decidí pedir la palabra. Más o menos recuerdo que dije que la mejor manera de organización era la acción, a lo que observé gestos raros por parte de quienes actuaban como secretarios y moderadores. Luego, preso yo también –he de reconocerlo– de una suerte de euforia revolucionaria, argumenté que si estábamos allí todos juntos, tostándonos al sol del incipiente verano castellano, para qué perder el tiempo con tantas disquisiciones. Antes que nada debíamos sentar las bases sobre las que todos los allí presentes se suponía estábamos de acuerdo y esas no eran otras que el rechazo a la monarquía como expresión de la voluntad popular, el respeto al medio ambiente, la igualdad de sexos, el derecho a la libre circulación de personas, la defensa y efectividad de lo público, el reparto justo de las riquezas, el laicismo y la abolición del ejército, o al menos, la oposición radical a la guerra como solución de los conflictos. En fin, creía yo que, si habíamos acudido a la Asamblea, desafiando a las hordas retrógradas y fascistas que por el pueblo campan a sus anchas, era porque todos estábamos por la labor de construir otro mundo más justo y mis argumentos se correspondían con éste.
Pero no fue así. De inmediato surgieron voces por doquier y todas con la misma cantinela: “¡Benito, no empieces con la política!”. ¡Ah!, ¿pero no era eso lo que estábamos haciendo allí reunidos?.
Luego, más tarde, acabada ya la reunión, comentando con amigos el suceso, llegué a la conclusión que lo que más había motivado la censura a mis palabras era la alusión al laicismo y al ejército. Lo primero podía hasta llegar a entenderlo visto el arraigo cultural que tiene la secta cristiana tras más de 500 años de asociación con el Estado, pero ¿lo del ejército?, eso sí que no me entraba en la cabeza. ¿Puede alguien defender una institución cuyos fines son la muerte de congéneres? ¿Alguien puede creer sinceramente que toda esa caterva de oficiales y rudos muchachotes están para defendernos de una posible invasión? ¡Si ya estamos invadidos por una legión de bancos y multinacionales de ese país llamado dinero! ¿Qué ha sido de las llamadas intervenciones humanitarias? El burka sigue impuesto, las primaveras árabes aniquiladas, el hambre impera en Haití, el Mediterráneo se ha convertido en una inmensa fosa común donde yacen aquellos a los que, tras haberles expulsado de su hogar, acuden en busca de un futuro. ¿Han servido y sirven para algo más que para asegurar el saqueo de bienes y materias primas a manos de las empresas que rigen los destinos del mundo?
Se nos vendió la OTAN como el mal necesario para alejar el golpismo de nuestro país y acercarnos a esa Europa que tanto envidiábamos durante la Dictadura. Pero ya entonces era una organización terrorista y lo sigue siendo ahora.
¡¡OTAN NO!!
Publicado en el Nº 284 de la edición impresa de Mundo Obrero mayo 2015
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