Benito Rabal 30/01/2017
Fui a hacerme el seguro del coche, obligatorio por supuesto. Tras responder a las preguntas típicas, modelo, color, años y más características del vehículo, llegó el momento del coste, elevado por supuesto, y la forma de pago, abusiva se la supone. Me pidieron la cuenta de banco y al yo responder que no tenía, el empleado que me estaba atendiendo, tras recuperarse de su extrañeza, encontró la solución. Resulta que la Compañía –una gran compañía que cotiza en bolsa, de esas que nos hace la vida más difícil– tenía una cuenta falsa para casos como el mío. De esa manera resulta que, trimestralmente, me devuelven el recibo del seguro porque el banco lo ha rechazado, cosa normal porque esa cuenta no es mía. Entonces yo tengo que ir a pagarlo a una oficina de la Compañía, por supuesto con recargo por la devolución. O sea que no tengo cuenta de banco para no alimentar la voracidad de la usura, pero quiera o no, al final tengo que pagar el diezmo, de lo contrario me arriesgo a ir por la vida sin seguro con todas sus consecuencias penales.
Me cambio de residencia. Acudo a contratar luz y agua y en ambos casos me piden también la cuenta de banco. Aquí no tienen cuenta falsa y tras mucho discutir y en medio de miradas de desprecio por no formar parte de la gran familia de estafados, consigo que me den de alta, aunque, por pagar en ventanilla, el precio aumenta unos eurillos. ¡Vamos, que no me libro!
Y entonces llega el momento clave de quedarme en paro. Me inscribo en la oficina del INEM y, ¡oh, cielos!, resulta que es condición indispensable tener abierta una cuenta en un banco para que el Estado me devuelva una mínima parte de todo lo que me han estado quitando mientras he estado en activo. “¿No hay otra forma de cobro?”, pregunto en mi ingenuidad. “No. Solo a través de transferencia bancaria”, me responde contundente el funcionario.
Eso ya me parece el colmo. Voy a cobrar una mierda y encima tengo que pagar una comisión a una entidad bancaria que, además, ha sido la causante, en gran medida, de que yo me haya quedado parado, ya que el dinero que tenía que haberse empleado en evitarlo ha ido a parar a su rescate. Entonces busco un ejemplar de la Constitución, ese libro sagrado para según qué cosas y pornográfico para otras. Busco y rebusco entre sus artículos y no, no hay ni uno solo que hable de la obligación de tener abierta una cuenta bancaria.
La solución a este galimatías la encuentro, ¡cómo no!, en el cine. Me veo de nuevo “El Padrino” de Coppola y entonces lo entiendo todo.
En una guerra cada bando aprende del contrario. La Mafia aprendió, tras años de guerra, sucia como todas, que para el poder económico y político era, más que un enemigo, un competidor, decidiendo utilizar en su beneficio las mismas armas que aquellos que la combatían. Poco a poco se fue introduciendo en las estructuras financieras y comerciales internacionales hasta convertirse hoy en día en uno de los mayores exponentes del empresariado capitalista. Pero a su vez, las grandes compañías aprendieron de las prácticas mafiosas, la llamada “protección” que da cobijo al chantaje y la extorsión. Y entre estas, la más aventajada de la clase es la Usura, hoy en día llamada Banca. Porque, dado que el Banco cobra por llevar a cabo un servicio que no has pedido voluntariamente, el hecho acaba por recordar demasiado a las pequeñas cantidades exigidas a los comercios por Robert de Niro a cambio de una supuesta protección.
Sumen los pocos euros de comisión que nos cobran por apertura y mantenimiento, multiplíquenlo por un buen número de españoles y echen la cuenta.
Y además lo que nos deben, que no piensan devolverlo. ¡Faltaría más!
Me cambio de residencia. Acudo a contratar luz y agua y en ambos casos me piden también la cuenta de banco. Aquí no tienen cuenta falsa y tras mucho discutir y en medio de miradas de desprecio por no formar parte de la gran familia de estafados, consigo que me den de alta, aunque, por pagar en ventanilla, el precio aumenta unos eurillos. ¡Vamos, que no me libro!
Y entonces llega el momento clave de quedarme en paro. Me inscribo en la oficina del INEM y, ¡oh, cielos!, resulta que es condición indispensable tener abierta una cuenta en un banco para que el Estado me devuelva una mínima parte de todo lo que me han estado quitando mientras he estado en activo. “¿No hay otra forma de cobro?”, pregunto en mi ingenuidad. “No. Solo a través de transferencia bancaria”, me responde contundente el funcionario.
Eso ya me parece el colmo. Voy a cobrar una mierda y encima tengo que pagar una comisión a una entidad bancaria que, además, ha sido la causante, en gran medida, de que yo me haya quedado parado, ya que el dinero que tenía que haberse empleado en evitarlo ha ido a parar a su rescate. Entonces busco un ejemplar de la Constitución, ese libro sagrado para según qué cosas y pornográfico para otras. Busco y rebusco entre sus artículos y no, no hay ni uno solo que hable de la obligación de tener abierta una cuenta bancaria.
La solución a este galimatías la encuentro, ¡cómo no!, en el cine. Me veo de nuevo “El Padrino” de Coppola y entonces lo entiendo todo.
En una guerra cada bando aprende del contrario. La Mafia aprendió, tras años de guerra, sucia como todas, que para el poder económico y político era, más que un enemigo, un competidor, decidiendo utilizar en su beneficio las mismas armas que aquellos que la combatían. Poco a poco se fue introduciendo en las estructuras financieras y comerciales internacionales hasta convertirse hoy en día en uno de los mayores exponentes del empresariado capitalista. Pero a su vez, las grandes compañías aprendieron de las prácticas mafiosas, la llamada “protección” que da cobijo al chantaje y la extorsión. Y entre estas, la más aventajada de la clase es la Usura, hoy en día llamada Banca. Porque, dado que el Banco cobra por llevar a cabo un servicio que no has pedido voluntariamente, el hecho acaba por recordar demasiado a las pequeñas cantidades exigidas a los comercios por Robert de Niro a cambio de una supuesta protección.
Sumen los pocos euros de comisión que nos cobran por apertura y mantenimiento, multiplíquenlo por un buen número de españoles y echen la cuenta.
Y además lo que nos deben, que no piensan devolverlo. ¡Faltaría más!
Publicado en el Nº 302 de la edición impresa de Mundo Obrero enero 2017
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