Estoy completamente de acuerdo con los gobiernos de esta libre, fraterna e igualitaria Europa sobre el asunto de la inmigración. De una vez por todas hemos encontrado cómo resolver el problema de aquellos que acuden a aglomerar nuestro tranquilo mundo, sin papeles, sin piel blanca, sin ropas caras, sin abultadas cuentas bancarias. ¿Cómo se habrán enterado de los artículos aprobados por todos nuestros Estados que hablan sobre el derecho a la libre circulación de las personas? ¿No les habíamos ya bombardeado las escuelas, cortado su acceso a internet, controlado sus canales de información? Hay que acabar con las mafias. Y, como siempre, no hay mejor solución que la militar porque con los pobres ya se sabe, no se cansan nunca de querer comer. Un poquito de caridad, vale; unas cuantas migajas, también. Pero que se queden en su casa y no vengan a perturbar la nuestra. Que no vengan a morirse a nuestro Mar Mediterráneo. Nos estropean el turismo y encima hay que ayudar a los que sobreviven. Hay que acabar con las mafias que pululan en esos países que llamamos subsaharianos porque ni nos acordamos de sus nombres.
Ya en su día, después de siglos de tenerles bajo nuestra tutela, les concedimos la independencia. Les marcamos cuál era el territorio de cada uno, que nada tenía que ver con el que ellos históricamente ocupaban. Nosotros les mezclamos culturas y etnias; colocamos a enemigos junto a enemigos bajo la misma bandera para que se pudieran pelear a placer, que en realidad, como buenos salvajes, es lo que les gusta. Les enseñamos que sus raíces y tradiciones no eran buenas, les dejamos abrazar las nuestras y aprendieron que por más que se prepararan nunca podrían llegar a nuestra altura. Les formamos para lo que habían nacido, para sirvientes. Bien que surgieron voces en contra, avispados que defendían que lo negro es bello, pero ya se sabe que siempre hay ovejas descarriadas.
Les apartamos de las arcaicas prácticas agrícolas. ¿Qué es eso de la agricultura autosuficiente? ¡No señor! Hay que cultivar grandes extensiones de monocultivos, con semillas transgénicas, que hacen frutas más gordas y brillantes para nuestros supermercados y además así se desarrolla el comercio internacional. El hecho de que cada año tengan que volver a comprar la simiente o que esté severamente castigado guardarla de una temporada a otra, no es sino un dato irrelevante.
Lo mismo que los diamantes, el oro o el coltán. ¿Qué iban a hacer con eso? ¿Abalorios? En cambio nosotros les aliviamos de sus riquezas, les damos trabajo en su extracción, nos las llevamos y luego se las vendemos de nuevo, aunque, la verdad, es que casi nunca pueden comprarlas. Por ejemplo en Costa de Marfil, la mayoría de los trabajadores del cacao nunca han probado el chocolate. Pero tienen que estar orgullosos de ser miembros de la gran familia de Nestlé que endulza la vida a nuestros gordos vástagos, la misma que consiguió embargar el PIB del país durante varios años cuando sus gobernantes, en un alarde de delirio malintencionado, pretendieron cambiar las condiciones y acuerdos comerciales con las plantaciones.
Si aquí hubiera trabajo, si la construcción hubiera seguido imparable, entonces sí. Entonces sí que les dejaríamos venir. Trabajan mucho y cobran poco. Pero ahora lo que hay es para nosotros. Bueno y lo que ellos tienen, el gas y el petróleo, también. Ya nos encargamos, cuando quieren nacionalizarlo, de organizarles una buena guerra. Así, podemos reconstruir lo destruido y mientras se matan, no se enteran de lo que les quitamos.
Hay quien dice que hoy en día, con los avances tecnológicos, el acceso a la medicina o no depender de la lluvia es sencillo. Pero entonces ¿de qué viviríamos nosotros? ¿qué les venderíamos? O mejor dicho, ¿qué les obligaríamos a comprarnos?
Hay que acabar con las mafias. Y que nadie se confunda. No me estoy refiriendo a macroempresas y multinacionales, a Iberdrola, Repsol, Ferrovial, Ebro Foods, Ikea, Movistar, Zara, Monsanto, Bayer y varias más, trusts y holdings que controlan la energía, la sanidad, la tecnología, las comunicaciones o la alimentación mundial; ni me estoy refiriendo a corporaciones ni a fondos de inversión que deciden desde un despacho en el centro de una ciudad europea cualquiera el precio de todo, incluso de la vida humana.
Eso no son mafias. Son empresas respetables.
Publicado en el Nº 288 de la edición impresa de Mundo Obrero septiembre 2015
Estoy completamente de acuerdo con los gobiernos de esta libre, fraterna e igualitaria Europa sobre el asunto de la inmigración. De una vez por todas hemos encontrado cómo resolver el problema de aquellos que acuden a aglomerar nuestro tranquilo mundo, sin papeles, sin piel blanca, sin ropas caras, sin abultadas cuentas bancarias. ¿Cómo se habrán enterado de los artículos aprobados por todos nuestros Estados que hablan sobre el derecho a la libre circulación de las personas? ¿No les habíamos ya bombardeado las escuelas, cortado su acceso a internet, controlado sus canales de información? Hay que acabar con las mafias. Y, como siempre, no hay mejor solución que la militar porque con los pobres ya se sabe, no se cansan nunca de querer comer. Un poquito de caridad, vale; unas cuantas migajas, también. Pero que se queden en su casa y no vengan a perturbar la nuestra. Que no vengan a morirse a nuestro Mar Mediterráneo. Nos estropean el turismo y encima hay que ayudar a los que sobreviven. Hay que acabar con las mafias que pululan en esos países que llamamos subsaharianos porque ni nos acordamos de sus nombres.
Ya en su día, después de siglos de tenerles bajo nuestra tutela, les concedimos la independencia. Les marcamos cuál era el territorio de cada uno, que nada tenía que ver con el que ellos históricamente ocupaban. Nosotros les mezclamos culturas y etnias; colocamos a enemigos junto a enemigos bajo la misma bandera para que se pudieran pelear a placer, que en realidad, como buenos salvajes, es lo que les gusta. Les enseñamos que sus raíces y tradiciones no eran buenas, les dejamos abrazar las nuestras y aprendieron que por más que se prepararan nunca podrían llegar a nuestra altura. Les formamos para lo que habían nacido, para sirvientes. Bien que surgieron voces en contra, avispados que defendían que lo negro es bello, pero ya se sabe que siempre hay ovejas descarriadas.
Les apartamos de las arcaicas prácticas agrícolas. ¿Qué es eso de la agricultura autosuficiente? ¡No señor! Hay que cultivar grandes extensiones de monocultivos, con semillas transgénicas, que hacen frutas más gordas y brillantes para nuestros supermercados y además así se desarrolla el comercio internacional. El hecho de que cada año tengan que volver a comprar la simiente o que esté severamente castigado guardarla de una temporada a otra, no es sino un dato irrelevante.
Lo mismo que los diamantes, el oro o el coltán. ¿Qué iban a hacer con eso? ¿Abalorios? En cambio nosotros les aliviamos de sus riquezas, les damos trabajo en su extracción, nos las llevamos y luego se las vendemos de nuevo, aunque, la verdad, es que casi nunca pueden comprarlas. Por ejemplo en Costa de Marfil, la mayoría de los trabajadores del cacao nunca han probado el chocolate. Pero tienen que estar orgullosos de ser miembros de la gran familia de Nestlé que endulza la vida a nuestros gordos vástagos, la misma que consiguió embargar el PIB del país durante varios años cuando sus gobernantes, en un alarde de delirio malintencionado, pretendieron cambiar las condiciones y acuerdos comerciales con las plantaciones.
Si aquí hubiera trabajo, si la construcción hubiera seguido imparable, entonces sí. Entonces sí que les dejaríamos venir. Trabajan mucho y cobran poco. Pero ahora lo que hay es para nosotros. Bueno y lo que ellos tienen, el gas y el petróleo, también. Ya nos encargamos, cuando quieren nacionalizarlo, de organizarles una buena guerra. Así, podemos reconstruir lo destruido y mientras se matan, no se enteran de lo que les quitamos.
Hay quien dice que hoy en día, con los avances tecnológicos, el acceso a la medicina o no depender de la lluvia es sencillo. Pero entonces ¿de qué viviríamos nosotros? ¿qué les venderíamos? O mejor dicho, ¿qué les obligaríamos a comprarnos?
Hay que acabar con las mafias. Y que nadie se confunda. No me estoy refiriendo a macroempresas y multinacionales, a Iberdrola, Repsol, Ferrovial, Ebro Foods, Ikea, Movistar, Zara, Monsanto, Bayer y varias más, trusts y holdings que controlan la energía, la sanidad, la tecnología, las comunicaciones o la alimentación mundial; ni me estoy refiriendo a corporaciones ni a fondos de inversión que deciden desde un despacho en el centro de una ciudad europea cualquiera el precio de todo, incluso de la vida humana.
Eso no son mafias. Son empresas respetables.
Ya en su día, después de siglos de tenerles bajo nuestra tutela, les concedimos la independencia. Les marcamos cuál era el territorio de cada uno, que nada tenía que ver con el que ellos históricamente ocupaban. Nosotros les mezclamos culturas y etnias; colocamos a enemigos junto a enemigos bajo la misma bandera para que se pudieran pelear a placer, que en realidad, como buenos salvajes, es lo que les gusta. Les enseñamos que sus raíces y tradiciones no eran buenas, les dejamos abrazar las nuestras y aprendieron que por más que se prepararan nunca podrían llegar a nuestra altura. Les formamos para lo que habían nacido, para sirvientes. Bien que surgieron voces en contra, avispados que defendían que lo negro es bello, pero ya se sabe que siempre hay ovejas descarriadas.
Les apartamos de las arcaicas prácticas agrícolas. ¿Qué es eso de la agricultura autosuficiente? ¡No señor! Hay que cultivar grandes extensiones de monocultivos, con semillas transgénicas, que hacen frutas más gordas y brillantes para nuestros supermercados y además así se desarrolla el comercio internacional. El hecho de que cada año tengan que volver a comprar la simiente o que esté severamente castigado guardarla de una temporada a otra, no es sino un dato irrelevante.
Lo mismo que los diamantes, el oro o el coltán. ¿Qué iban a hacer con eso? ¿Abalorios? En cambio nosotros les aliviamos de sus riquezas, les damos trabajo en su extracción, nos las llevamos y luego se las vendemos de nuevo, aunque, la verdad, es que casi nunca pueden comprarlas. Por ejemplo en Costa de Marfil, la mayoría de los trabajadores del cacao nunca han probado el chocolate. Pero tienen que estar orgullosos de ser miembros de la gran familia de Nestlé que endulza la vida a nuestros gordos vástagos, la misma que consiguió embargar el PIB del país durante varios años cuando sus gobernantes, en un alarde de delirio malintencionado, pretendieron cambiar las condiciones y acuerdos comerciales con las plantaciones.
Si aquí hubiera trabajo, si la construcción hubiera seguido imparable, entonces sí. Entonces sí que les dejaríamos venir. Trabajan mucho y cobran poco. Pero ahora lo que hay es para nosotros. Bueno y lo que ellos tienen, el gas y el petróleo, también. Ya nos encargamos, cuando quieren nacionalizarlo, de organizarles una buena guerra. Así, podemos reconstruir lo destruido y mientras se matan, no se enteran de lo que les quitamos.
Hay quien dice que hoy en día, con los avances tecnológicos, el acceso a la medicina o no depender de la lluvia es sencillo. Pero entonces ¿de qué viviríamos nosotros? ¿qué les venderíamos? O mejor dicho, ¿qué les obligaríamos a comprarnos?
Hay que acabar con las mafias. Y que nadie se confunda. No me estoy refiriendo a macroempresas y multinacionales, a Iberdrola, Repsol, Ferrovial, Ebro Foods, Ikea, Movistar, Zara, Monsanto, Bayer y varias más, trusts y holdings que controlan la energía, la sanidad, la tecnología, las comunicaciones o la alimentación mundial; ni me estoy refiriendo a corporaciones ni a fondos de inversión que deciden desde un despacho en el centro de una ciudad europea cualquiera el precio de todo, incluso de la vida humana.
Eso no son mafias. Son empresas respetables.
Publicado en el Nº 288 de la edición impresa de Mundo Obrero septiembre 2015
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