La concentración de los grandes medios de comunicación en pocas manos, así como su pérdida de independencia al pasar a ser propiedad de grandes corporaciones que dan prioridad a los ingresos publicitarios frente al derecho a la información que asiste a los ciudadanos, ha logrado que el caso del cierre de la planta embotelladora de Coca-Cola de Fuenlabrada haya pasado casi desapercibido para la mayoría de la población a pesar de ser el paradigma del mundo que viene: un mundo sin derechos, con leyes elásticas y una justicia testimonial donde la policía puede actuar contra sus dictados.
Acostumbrados como estamos a que la clase dirigente, democráticamente elegida, como a ella misma le gusta recordar cada vez que toma una resolución que pisotea su propio programa electoral, gobierne a favor de los intereses de las grandes multinacionales, que en muchas ocasiones chocan frontalmente con los de los ciudadanos a los que debería representar, ya parecíamos curados de espanto, pero con este caso, el de Coca-Cola, se ha dado una nueva vuelta de tuerca, un paso hacia adelante en el desenmascaramiento de que asistimos a la abolición del sistema democrático tal y como lo entendíamos, basado en ese subtitulado que lo hacía sinónimo de Estado de derecho.
La ilegítima acción de los agentes antidisturbios golpeando a los trabajadores que llevaban casi un año acampados en la puerta de la fábrica, que tenían de su lado a la Justicia, que portaban la sentencia de la Audiencia Nacional que les daba la razón, echa por tierra el argumentario esgrimido noche y día por los responsables del Gobierno de que en un Estado de derecho todos estamos sometidos al dictado de ley. No se trata de una carga policial cuestionable por su violencia u oportunidad, sino de la inversión de su cometido al actuar contra las decisiones judiciales, impidiendo que se ejecute una sentencia que daba la razón a los trabajadores y que obligaba a la empresa a su readmisión e indemnización. Ante la obligación de cumplir la sentencia de la Audiencia Nacional, la empresa decidió desmontar la fábrica, primero de forma clandestina, y más tarde con la ayuda de la policía enviada por las autoridades de la Comunidad de Madrid.
Acostumbrados como estamos a que la clase dirigente, democráticamente elegida, como a ella misma le gusta recordar cada vez que toma una resolución que pisotea su propio programa electoral, gobierne a favor de los intereses de las grandes multinacionales, que en muchas ocasiones chocan frontalmente con los de los ciudadanos a los que debería representar, ya parecíamos curados de espanto, pero con este caso, el de Coca-Cola, se ha dado una nueva vuelta de tuerca, un paso hacia adelante en el desenmascaramiento de que asistimos a la abolición del sistema democrático tal y como lo entendíamos, basado en ese subtitulado que lo hacía sinónimo de Estado de derecho.
La ilegítima acción de los agentes antidisturbios golpeando a los trabajadores que llevaban casi un año acampados en la puerta de la fábrica, que tenían de su lado a la Justicia, que portaban la sentencia de la Audiencia Nacional que les daba la razón, echa por tierra el argumentario esgrimido noche y día por los responsables del Gobierno de que en un Estado de derecho todos estamos sometidos al dictado de ley. No se trata de una carga policial cuestionable por su violencia u oportunidad, sino de la inversión de su cometido al actuar contra las decisiones judiciales, impidiendo que se ejecute una sentencia que daba la razón a los trabajadores y que obligaba a la empresa a su readmisión e indemnización. Ante la obligación de cumplir la sentencia de la Audiencia Nacional, la empresa decidió desmontar la fábrica, primero de forma clandestina, y más tarde con la ayuda de la policía enviada por las autoridades de la Comunidad de Madrid.
La policía debería estar allí precisamente para lo contrario, para hacer cumplir la sentencia, para evitar que cuando los trabajadores, tal y como exige la ley, entraran por fin a ocupar sus puestos, no se produjera lo que ahora va a ocurrir, que la empresa argumente que la ejecución de la resolución judicial no es posible porque la fábrica no está operativa. La policía ha actuado contra los jueces y contra la ley al servicio de la multinacional. No sólo es incomprensible y antiestético sino de todo punto inadmisible. Hasta el abuso y el descaro deben tener medida.
No está de más recordar que los beneficios de esta empresa han sido espectaculares hasta el día del cierre, no nos encontramos ente un desgraciado caso de quiebra. El pulso a la Justicia ya estaba echado con la demostración de prepotencia que manifestó el presidente de Coca-Cola España a través de su cuenta de Twitter cuando, al conocer la sentencia que obligaba a la readmisión de los trabajadores y declaraba nulos los despidos, afirmó con rotundidad: “Las fábricas que cerraron seguirán cerradas, la sentencia se recurrirá y el ERE seguirá”. ¿Está claro?. Ante la reacción que tuvieron estas declaraciones en las redes sociales, volvió a echar un órdago: “El aparente triunfo sindical no lo es para los trabajadores: mientras los primeros brindan, los segundos rezan”. Es posible que los trabajadores creyentes rezaran para que se cumpliera la ley, pero es para eso, precisamente, para lo que debería estar la policía. De todos modos, la visión del presidente de Coca-Cola de los trabajadores de rodillas implorando a dios, aunque terrible, no es una fantasía. Parece que la inutilidad de los rezos es equiparable a la de esta sentencia de la Audiencia Nacional.
La sentencia no es “un triunfo sindical”, es una exigencia a la Coca Cola para que también ella, a pesar de su poder, se someta a las leyes que rigen nuestro país, las mismas que el presidente del Gobierno exhibe como único argumento cuando los catalanes le plantean su derecho a decidir. Me gustaría verle dirigirse al presidente de esta marca de refrescos con el mismo tono en el que se dirige al presidente de la Generalitat para exigirle que no rete al Estado de derecho, que no desafíe al Gobierno que emana de las urnas porque tendría que atenerse a las consecuencias. No, lo resolverán como hacen siempre en estos casos aduciendo que se trata de una empresa privada en conflicto y que no es de su competencia. Cuando se niegan a cumplir la ley, ya es de su competencia, señor Rajoy. Y es de su competencia porque es de nuestra competencia, porque es a los ciudadanos de este país a los que usted se debe, no a los dicterios de las grandes empresas. Usted puede ser neoliberal, pero la democracia no lo es y tiene una normas y unas formas, esas que usted exige a sus rivales políticos y a los ciudadanos. Mande a Soraya Sáenz de Santamaría a que dé una de sus clases de Barrio Sésamo con ritmo pausado explicándole a este señor nuestras leyes, nuestra Constitución, con ese tono de hastío de aquel que se desespera teniendo que recordar lo obvio, que le exija el respeto que le deben merecer tanto la ley que ampara su negocio como los ciudadanos de este país que han contribuido con su esfuerzo diario a su enriquecimiento, en lugar de enviar a antidisturbios a que apaleen a ciudadanos que defienden su puesto de trabajo sentencia en mano.
Tampoco estaría de más recordar la situación de crisis que atravesamos con millones de desempleados y salarios de hambre, y cómo se comportan los responsables de estas multinacionales que no se cansan de recordarnos en esas charlas-desayuno que dan en los hoteles que hay que arrimar el hombro: unos arriman el hombro y otros nos traen el hambre.
Mientras escribo este artículo unos setenta miembros de seguridad privada armados con pistolas y un furgón de perros rodean la fábrica para que continúe su desmantelamiento. Miembros de la policía secreta deambulan por la zona sin intervenir en este flagrante atentado contra nuestra ley y salta la noticia de la detención de Santi Potros, miembro de ETA, a las pocas horas de dictar la orden la Audiencia Nacional. Esa será la noticia del día: el Estado de derecho funciona.
Vuelvo a recordar que esta polémica carecerá de sentido cuando se firme el tratado de libre comercio entre EEUU y la UE (TTIP) y las sentencias de nuestras Audiencias estén por debajo de un acuerdo superior contemplado en ese tratado que, a pesar de las alarmas que crean las pocas cuestiones que se filtran, se sigue llevando adelante con total secretismo.
No tocan tiempos de promesas de subida de medio punto de las pensiones cuando nuestros representantes en el hemiciclo legitiman con su silencio un sistema donde Coca-Cola manda más que la Audiencia Nacional, donde la policía que pagamos sólo está al servicio de la ley en casos concretos. Ahora toca calentar la cera que cubra nuestros oídos para evitar escuchar los cantos de las sirenas, las amenazas del caos, los discursos apocalípticos. Toca una revisión de fondo. Algo tan sencillo como decidir en qué mundo queremos vivir, caiga quien caiga.
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